lunes, 18 de junio de 2007

Domingo


El espectáculo pudo ser presenciado un domingo dos de septiembre a las diez y ocho minutos de la mañana, en la intersección del Paseo del Prado con la Cuesta de Moyano. Ese día el sol se había asomado por el este, ningún terremoto estaba a punto de sacudir la ciudad, tras la mampara de una clínica infantil, las pupilas vidriosas de un papá admiraban a su par de gemelas (no siamesas, ambas blancas) y el deportivo rojo-encabritado no atropelló a la niña que acababa de soltar la mano de su madre. De las veintitrés personas que aguardaban el cambio de semáforo en el paso de cebra, no constaba que alguna tuviera una habilidad extraordinaria ni siquiera un dedo de sobra por mano; veintidós no saldrán nunca en las páginas de sucesos ni en el libro Guiness, la humanidad no se beneficiará de sus descubrimientos científicos, y la misma suerte habrá de correr Héctor, el individuo número veintitrés y protagonista de la presente historia.
Sin embargo, y ahí lo prodigioso del suceso, en su cara se reflejaba la huella de esa felicidad que, como la cola de un cometa esquivo, sólo en los momentos más insospechados de un periodo planetario puede ser contemplada. Me dirán que vaya prodigio, que según los estudios más recientes de la encuesta sociológica del CSE el 68% de los españoles se reconoce feliz a secas, y un 15% muy feliz. Bien, no se me adelanten, ya saben que la sociología trabaja un perfil bajo del concepto y suele asociarlo al bienestar, sin otra intención que ahuyentar cualquier brote de angustia en el tipo medio (ustedes y un servidor, pongamos por caso) y de paso sabotear las consultas de sus colegas los psicólogos. Sólo que yo no me refiero a esa clase de felicidad a secas, no. La felicidad de Héctor eran palabras mayores; ¿cómo les diría?, sí, de ser animal, broncosaurio, de ser una obra pública, la muralla china. No sé si me explico bien. Procuraré expresarlo en términos más precisos para evitar el socorrido símil de un orgasmo perpetuo. Cierren los ojos e imaginen un arrobamiento celestial, una esquirla del paraíso de la que se desprenden motitas de oro, una sobredosis de euforia en sangre, mejor aún, un paraíso lleno de casitas unifamiliares festejando un sábado perpetuo..., en fin, quizá se lo representen mejor recurriendo al símil laico del orgasmo.
Pues así estaba Héctor en la acera, ahíto de gozo, gotitas de dopamina y testosterona perlando su frente, brazos y piernas atropellándose como ramilletes de cintas locas, fosas nasales abiertas percibiendo el olor a mango de las selvas tropicales, oídos afinados capturando el crujido del embrión de una estrella neonata. Eso, al menos, pensaba él apoyando la metáfora en sus conocimientos de licenciado en biología, soy tan feliz que mis oídos podrían capturar el crujido del embrión de una estrella neonata. Y aún iba más lejos, mientras lanzaba una mirada de conmiseración a los otros transeúntes, simples dígitos de una estadística autocomplaciente, no me cambiaría por ninguno de vosotros, ni por un multimillonario ni por un futbolista famoso, ni siquiera por Mark Knopfler a los veinticinco años.
Acaso sospechen que ese cuadro de agudización de los sentidos, unido a su exhibición de confianza, bien pudiera haber sido el resultado de una ingesta adulterada de psicotrópicos que habían alterado las conexiones neuronales de un juerguista en busca de una discoteca matinal. Pues frío, frío. En realidad ese estado de trance no era más que producto de un modesto cúmulo de objetivos cumplidos en las últimas veinticuatro horas, a saber: había logrado ducharse con agua tibia, se había desayunado un zumo de naranja sin azúcar, en tres semanas entraba el otoño, estrenaba su chaqueta marrón de pana, aún le faltaba cuatro meses para cumplir los treinta y siete años y la noche anterior, tras casi una década de matrimonio, su mujer y él habían decidido separarse.



2



Navegando allende los espacios siderales, cuando quiso aterrizar, el muñequito verde del semáforo ya parpadeaba. Cualquier otro día hubiera salido corriendo, hubiera coceado el parachoques del coche que arrancaba o se hubiera deprimido el resto de la mañana a causa del contratiempo. Pero no este domingo, porque a partir de este domingo inauguraba una vida nueva. De una maldita vez tocaba centrarse en el disfrute de los pequeños placeres, aprender a descubrir los delicados matices del lienzo de la existencia. Borrón y cuenta nueva, pensó, nada de un punto y seguido, sino un punto y aparte (matizó, quizá influido por la costumbre de dictar a sus alumnos el enunciado de los problemas), se acabaron las carreras desenfrenadas camino a ninguna parte y las rabietas infantiles, que pierde el Madrid, que le den, que suspenden los alumnos, que les den; la prioridad es recuperar mi equilibrio cuerpo mente, tengo que descubrir manantiales, integrarme en la naturaleza, abrazar un árbol (filosofía acaso influida por la lectura de algunas revistas de salud mental que adquiría su mujer), andar descalzo y comer fruta al levantarme y beber agua mineral, al menos tres litros al día. Interrumpió luego la elaboración del decálogo de acciones saludables en busca del colofón retórico: debo asear mi alma con el jabón de la armonía universal, qué bonito, sí señor, asearme el alma. Héctor se enorgulleció de la rúbrica. Alineado ya de hecho con ese colectivo de los saludables (los imaginaba, flacos, sonrientes, la cabeza rapada y cubiertos de amplios blusones claros), no tardó en renegar del resto que cruzaba la calle corriendo, como él mismo hiciera el día anterior. Y para marcar distancias, por si había alguna duda, aguardó otro cambio de color antes de ponerse en marcha, porque sí, porque le daba la gana, pelín envarado, amagando saltitos y silbando sin sacar las manos de los bolsillos. Ya no silba la gente, ya nadie abraza los árboles ni busca su equilibrio caminando descalzo, míralos, todos andando con zapatos, despreciando el roce de la madre naturaleza, ya nadie pasea con las manos en los bolsillos, sin prisas, ya nadie sonríe a un niño ni se detiene a ver una paloma o la forma de una nube sobre el cielo, nadie dice ya que una bandada es una boda de pájaros, ya ningún peatón espera en los semáforos y no cruza cuando los coches se paran, se dijo, gritándolo a los cuatro vientos con el desdén de su sonrisa, como si ya fuera un miembro numerario de la secta de elegidos.
Se paró en la primera caseta de la Cuesta de Moyano a husmear entre los libros apilados en las cajas. El hecho de que hubiera poca gente, le animó a perseverar en la tesis; ya nadie come fruta en este país ¿y agua?, ¿quién bebe agua?, ya nadie lee, culminó, sopesando dos gruesos volúmenes de Los hermanos Karamazov, ajeno al hecho de que sostener un libro, por grueso que fuera, no bastaba para alcanzar la categoría lector, más aún cuando su última lectura, excepción hecha de los libros de texto y la prensa, era Dos años de vacaciones y datara de los catorce años, época en que su fluir hormonal le obligó a hacer un receso en ese hábito para atender otros más urgentes, y del que nada había vuelto a saber hasta ese preciso instante. Hace tiempo que no leo mucho, (se dijo sin agallas para silenciar el adverbio) claro, uno no para quieto, los alumnos, corregir trabajos y luego en casa la persecución de Adela, que si esto que si lo otro, que si la plancha, que si la compra y además Jaime, papaíto por aquí, papaíto por allá, a ver qué gran hombre puede cultivar su espíritu sin delegar en otros los asuntos matrimoniales. Pero ahora ya no había excusas, iba a disponer de todo el tiempo del mundo para realizarse, tardes enteras para leer y beber agua pura, para crecer como ser humano, sí, tengo que crecer como hombre, ser yo mismo. ¿Te das cuentas, Héctor?, que vas a divorciarte, tío. Y ninguna penitencia más voluminosa para recobrar el tiempo perdido que portear esas mil doscientas once páginas al módico precio de veinte euros.



3



En el Retiro aún se olía la humedad de los aspersores recién apagados. Héctor hinchó los pulmones de aire y respiró. No le cabía duda, estaba respirando libertad. Recuperar aquella juvenil sensación de ser dueño de su camino, en el sentido más literal del término, le encogía las entrañas. Podía elegir la vereda de la derecha o la de la izquierda o ladrar o correr, y todo ello sin arriesgarse en cada maniobra a afrontar un drama familiar. Su corazón no había superado en ningún momento las 72 pulsaciones desde que saliera de casa. Llevaba una hora en la calle y aún no había proferido un solo grito de amonestación, Jaime deja eso, Jaime, cuidado con el charco, Jaime ven, ¿quieres venir?, Adela, dile algo, ¿no?, ¿voy a tener que ir a buscarte?, verás como vaya, sí, tú ríete, que el que ríe el último ríe mejor, no te lo repito, Jaime..., a que te cruzo la cara. No había recogido el balón del único charco en 50.000 metros cuadrados de superficie ni había tenido que ponerlo a hacer caca detrás de un seto (el tracto intestinal del nene, al parecer sólo se activaba en contacto con la hierba o con el enlosado de los restaurantes) ni había atravesado en zigzag cada una de las avenidas del parque, maniobras todas posibles cuando uno ha de bregar con individuos a su cargo de cero a seis años. Ni siquiera había tenido que aguantar las contraindicaciones de Adela, una madre, a su juicio, de criterios pedagógicos demasiado laxos, ¿por qué no te relajas, Héctor?, es un niño, déjale que se manche, déjale que persiga a la ardilla, nos estás poniendo nerviosos con tanto grito histérico.
Pero esta mañana de domingo el rostro de Héctor no mostraba señales de histeria. Sencillamente comenzaba el primer domingo del resto de su vida y el resto de su vida era..., el resto de mi vida es un billete de lotería premiado, sí, creo que me lo merezco, me lo merezco, subrayó, golpeándose el pecho con el volumen uno de Los hermanos Karamazov. De algún modo tenía que celebrar la efemérides, regalarse una satisfacción, podía estrenarse comprándose un paquete de Ducados, por ejemplo, y saludar así otro hábito erradicado nueve años atrás, el día siguiente de su boda, qué pasa, es mi día, sólo hoy, un homenaje, creo que me lo merezco y soltarse la melena un rato, claro que sí, Héctor, tú no te cortes, disfruta.
Trotaba sobre el suelo de arena embridando el paso de caballo jerezano incapaz de frenar el amaneramiento de sus extremidades, embutido en esa chaqueta marrón que quería apresurar la llegada del otoño, su estación favorita hasta tal extremo que si el hombre del tiempo anunciaba alegremente una mejoría (buenas noticias para los que planeen hacer una escapadita este fin de semana), creía que el servicio meteorológico manipulaba las radiaciones solares para contentar a esos subnormales que se dejan los sesos derretidos en las playas levantinas. Sí, el otoño era su estación, las hojas caen, el frío purifica, la lluvia invita al recogimiento, las veladas con los amigos tras los cristales húmedos, se decía, sintiendo la profunda emoción de cada tópico, imaginándolos, a decir verdad, porque ese domingo todavía no había caído hoja alguna y su piel se cocía bajo la chaqueta de pana. No obstante, en cada paso tenía la impresión de ir rasgando los bordes de esa lámina decolorada en la que había permanecido nueve años para salir a un espacio de formas nítidas y olores puros. Al comienzo del otoño se avecinaba el final de la hibernación.
Presa de una emoción incontenible compró un mechero y el paquete de Ducados. Se sentó en un montículo de hierba, frente al Palacio de Cristal y apoyó la espalda en el tronco de un sauce cuyas hojas acariciaban la superficie de un pequeño estanque infectado de patos y plumas de pato a la deriva. Al prender fuego al cigarro, la primera bocanada le trasladó a los años de sus juergas estudiantiles, la segunda, en cambio, lo dejó sumido en un desagradable mareo. Pese a todo, se estaba bien allí. Un anciano amagaba el lanzamiento de un trozo de pan a un pato circunspecto que acudía una y otra vez en el engaño para regocijo del viejo que reía como el motor gripado de un coche sin pedigrí, alardeando ante dos o tres mirones de su sagacidad. Un niño de pajarita y pantalones hasta las rodillas, acaso huido de un camafeo decimonónico, se hurgaba en la nariz y depositaba los restos orgánicos adheridos a su índice en la superficie rugosa del sauce vecino mientras masticaba gominolas, un palomo tullido y seguramente demasiado joven para distinguir el sexo de los de su especie cortejaba a otro palomo aquiescente. Y más arriba estaban las nubes, qué bonitas, todas tienen forma de bolitas de algodón.
Cuando se hubo empapado del paisaje, sacó de la bolsa el primer volumen de Los hermanos Karamazov y lo abrió por el capítulo uno: Inmediatamente después del rapto, en un abrir y cerrar de ojos, Adelaida Ivanovna se dio cuenta de que su marido le inspiraba sólo desprecio, nada más. De este modo, las consecuencias del matrimonio se pusieron de manifiesto con una extraordinaria rapidez... Como si hubiera apresado el rastro de una idea en estado puro, lo cerró de golpe y paladeó las palabras de Dostoyevski con ínfulas de enólogo. Cuánto celebraba que su matrimonio hubiera sufrido un desgaste lento y definitivo, la separación de dos placas tectónicas cuyas orillas se alejan plácidamente sin la intervención de otro proceso que la erosión natural que en todos los cuerpos causa la sucesión de los días y las noches. Nada de catástrofes. Sencillamente habían dejado de reconocerse en aquellos muchachos que doce años atrás ganaron ojeras y perdieron tejido adiposo gracias a los envites del amor. Ya no la reconozco, pensaba, recostada la cabeza, al fin, en la obra del ruso, vale, ahora dormimos tan ricamente, hemos recuperado peso, estamos bien rollizos, bien hermanados, cierto, pero ya no nos queremos, no sé, el amor es un globo y el globo se ha pinchado, pum, yo he podido cambiar, lo admito, pero ella, ¿qué?, ¿es la misma?, pues no, como yo, o peor todavía, ahí, siempre sin ganas, con esa bata de flores como una maceta vieja, siempre amargada, triste, prisionera de una vida que la hace desdichada, vale, de acuerdo que lo esté, sus motivos tendrá, no lo niego, pero ¿es que soy yo el único responsable de su desdicha?, también yo soy desdichado y ¿qué ganamos echándonos la culpa?, que si tú, que si yo, así son las cosas, llegados a este extremo lo mejor es despedirse y punto, ¿no caducan los yogures, los huevos, las condenas?, todo termina, es ley de vida, ese anciano la palmará un día de éstos sentado en la taza del váter, a ese niño pronto se le llenará la cara de espinillas, y al palomo invertido lo mismo la aplasta la pezuña de un caballo policía, ¿qué pasa entonces porque acabe el amor?, pues nada, ¿qué va a pasar?, porque cuando un amor viejo se extingue, otro nuevo surge de sus cenizas (consideración esta acaso influida porque la ceniza del cigarro le había manchado la solapa de la chaqueta).
Tras sacudirse el complejo de culpa, sintiéndose una partícula más de ese universo cíclico que se regenera espontáneamente, pudo ya encender otro cigarro y fumárselo mientras perfilaba los detalles de su futura estrategia de recién separado. En fin, eso de ser el protagonista de su existencia, lo de silbar, abrazarse a los árboles, aprender a ser viajero e iniciarse incluso en alguna técnica de filosofía oriental, yoga, meditación..., (acaso porque sospechaba que esos talleres estaban repletos de jóvenes divorciadas en celo) estaba bien, pero tampoco convenía descuidar otros aspectos relacionados con el cuerpo, que no sólo de viajes interiores y de libros vive el hombre, como si la propuesta de cambios y la ejecución de los mismos fueran una misma cosa. Una vez separada la parcela cárnica de la mística, abordó la cuestión en profundidad lanzándose la fatídica pregunta, ¿seguiré gustando a mi edad a las mujeres? Su felicidad, desde luego, dependía de una respuesta afirmativa, y en este punto no las tenía todas consigo. Aunque nunca fue un galán irresistible, sí es cierto que su aspecto agraciado y sus maneras campechanas no exentas de las gotitas justa de delicadeza para mantener a raya posibles brotes de zafiedad, le facilitaron sus conquistas, sobre todo entre ese mujerío de carmín a granel que se entrega a un hombre sólo cuando tienen la certeza de que la pasión caducará , si todo va bien, media hora más tarde (de cuatro a cuatro y media de la madrugada). Sin embargo, no le pasaba por alto que de conservarlo aún, su poder de seducción había descansado mayormente en cualidades fatuas, aunque esperaba que suficientes para el segmento de edad en el que pensaba moverse, al menos en la fase inicial (de 18 a 22 años). Ya que la ligereza mental no la había perdido en este tiempo, juzgó prioritario apuntalar el armazón. Incluso tumbado se le dibujaba la curva de la barriga. Estoy hecho un cerdo seboso, hasta vestido se me notan las blanduras, no digamos ya desnudo, los pezones caídos, el culo fofo, cada día menos pelo, esto sí que es una tragedia, pero no podía hundirse, había que detener el desastre, ir a un gimnasio, hacerse un implante capilar, otro de silicona, una liposucción, un alargamiento de pene, ¿por qué no?, verdad que Adela nunca se había quejado de las prestaciones, pero seguro que el acierto se debía más al oficio o a la resignación de ella que a sus condiciones innatas. Y ahora tendría que bregar con mujeres expertas que lejos de fingir le cantan las cuarenta al amante si el orgasmo no va acompañado de un desmayo, hacer tríos si se lo exigían, tendría que aprender técnicas para mantener la erección por lo menos diez o doce minutos, demostrarles a todas que a su lado el orgasmo múltiple es una maniobra rutinaria. En este punto hubo de detenerse absolutamente excitado, quizá por la naturaleza de su pensamiento, quizá porque inconscientemente se estuviera proyectando en la figura del palomo giboso que al fin había logrado pisar a su pareja.
La promesa de tanta actividad lo estimulaba. Sí, podía imaginárselo, enterrar las tardes muertas amodorrado en el sofá como un baúl viviente de grasas saturadas, hacer futing todos los amaneceres antes de ir a clase, corretear por las calles oscuras, rodeando los charcos bajo los focos de los primeros coches, su chándal gris de capucha completamente sudado, sus zapatillas blancas ascendiendo una escalinata de piedra, los niños tras él y música de fondo y beber batidos de huevos crudos y ducharme con agua fría y hacer abdominales colgado de los pies, terminó, acaso influido por una película de Rocky que había proyectado en clase de tutoría). Y no sólo eso. Tendría que buscarse un piso de soltero, como en la universidad, y ensuciarlo sin miedo, y aparecer por el instituto en su nueva condición de hombre libre, libre como el aire que respiro, libre como los taxis libres, sin ostentaciones melodramáticas, pero adoptando el aire de un joven lobo de mar curtido en mil batallas, eso cuando ya esté harto de muñequitas y vaya de caza mayor, que las mujeres maduras vean en mí a uno de esos tipos laberínticos cuyos pasadizos se mueren por curiosear. Claro que se lo imaginaba, todos mirándolo como a un trofeo, las profesoras jóvenes verían a un hombre hombre en un envase juvenil, las adolescentes sencillamente a un sueño que les susurraba al oído la fórmula del amoniaco, y las de su edad la oportunidad de subirse al último tren, porque pocos hombres válidos de esos años andaban con el cartel de practicable. De inmediato pensó en Pepa, su compañera de inglés, una soltera moderna, inteligente, de cuerpo tan perfecto que sólo tenía excedentes de grasa en los labios, que estaría dispuesta a suturar dulcemente sus heridas, cerrándolos, abriéndolos, cerrándolos, abriéndolos... Ya hervía de ganas de que fuera lunes para decírselo, todo muy leve, añadiendo las necesarias dosis de preocupación y aplomo capaces de despertar a la madre y a la loba que toda mujer lleva dentro. También se lo diría a Ramón, profesor de historia y su mejor amigo en el centro, otro soltero vividor con el que estaba dispuesto a correrse todas las juergas que le llevaba de ventaja.
Podía percibir aquella tensión de la infancia en los días previos al comienzo de curso, la ambición soñadora del alumno ejemplar anulado durante la canícula, dispuesto a recuperar el tiempo atrayendo la aventura con artes de alquimista, blancas gomas de nata, lápices sin muescas dentales rematados por puntas de daga, cuadernos brillantes con el nombre recién puesto, libros con olor a resina y seguramente una niña morena sentada en el pupitre de al lado pintando corazones en una agenda rosa; Héctor eres el niño más guapo del mundo te querré siempre, porque ya desde la infancia Héctor consideraba la belleza la cualidad más notable del ser humano. Y mañana también, una chaqueta de pana y coderas de irresistible aire bohemio, cartera limpia y, sobre todo, la estela brillante de su soltería orientando el camino de mujeres curiosas, veletas o a punto de naufragar. Mañana comenzaba a buscar piso, comenzaba a hacer abdominales, comenzaba sus relaciones femeninas desde una posición mucho más ventajosa. Comenzar, hermoso verbo cuando se le ofrece a alguien próximo a cumplir los cuarenta.



4



De la espita de su cerebro se evaporaban promesas tan deslumbrantes que los ojos, tratando de protegerse, se le fueron quedando en blanco. Resopló un par de veces, se apretó los mofletes y se incorporó a duras penas. No quería dormirse. Quien se duerme caduca, se dijo, sacudiéndose las briznas de hierba del pelo, acaso influido por las sentencias publicitarias que tanta habilidad tenía en memorizar y regalar luego silenciando las fuentes cuando alguien precisaba un consejo, si bebes no conduzcas, tío, tú sé feliz, la vida es móvil, mira, Ramón, lo que yo te diga, tú busca, compara y si encuentras otra mejor, a por ella de cabeza, tío.... y se quedaba sorprendentemente satisfecho.
Bajó el montículo cojeando porque la pierna izquierda sí se le había dormido. Pasó junto al viejo que perseveraba en el engaño al pato y le dieron ganas de empujarlo al estanque (el ataque de altruismo había remitido a raíz de la cabezada), seguro que sus hijos me lo agradecían, ellos mismos lo harían si el parricidio acarreara sólo una multa en lugar de prisión, lo que es yo ya le dejaré dicho a Jaime que como algún día se me vaya la cabeza de ese modo tiene permiso para pegarme un tiro y esconder mi cadáver en un vertedero, que se lo coman las alimañas, y punto. En el borde del sendero un nuevo palomo desmontó al palomo giboso de los lomos del otro y procedió a ocupar su lugar sin mediar reclamación de los afectados. Las risotadas del viejo, la pierna entumecida, los sobacos pegajosos del sudor y la derrota del palomo tullido le despertaron la lejana sombra de un mal presagio, porque los estados de ánimo de Héctor, dada su inconsistencia, rielaban como banderolas enloquecidas, ahora blanco, ahora negro. ¿Y si después de todo resulta que ya no gusto a las mujeres? La sospecha golpeó el huevo de sus ilusiones con la fuerza de un martillo pilón. Tampoco era descabellada la hipótesis. Había síntomas. Algunas alumnas lo requerían pero ya no se podía hablar de acoso, las hordas de profesoras más jóvenes, unidas como bancos de peces, no captaban la carnaza de padres con hijos que frisaban los cuarenta, las de su edad lo toqueteaban con sospechosa camaradería de hermano manso, no le extrañaría que pronto le hicieran confidente de sus hazañas sexuales, ¿ves estas ojeras, Héctor?, es búlgaro, tienes que conocerlo, de verdad, una bomba, te lo digo yo, después de conocer un miembro eslavo, el sentido de la proporción te cambia, vaya que si te cambia... Las amigas de Adela, sin ir más lejos, no celebraban sus bromas sofisticadas de corte machista y por más que se pavoneaba, al marcharse de casa tenía la triste impresión de que ninguna se plantearía nunca la posibilidad de abandonar casa, coche, niño, marido y dinero, por seguir su rastro, como un albatros enamorado para picotearle cada mañana un pedacito de su corazón. Sólo eso pedía.
Por lo pronto se le ocurría una solución de emergencia: gimnasio y encomendar a los aparatos de musculación el grueso del trabajo. Así las cosas, dio una calada al cigarro, suspiró satisfecho como si hubiera descubierto la vacuna contra el sida y se fue a montar en barca, imaginando el color de su primer camiseta de hombreras.
La avenida del lago estaba repleta de niños, papás y mamás que aplaudían las improvisadas escenas de ranas besadas, caperucitas y pinochos, a ver quién tiene un papá muy valiente, el mío, el mío, pero muy, pero que muy valiente, el mío, el mío. Se detuvo a otear el espectáculo desde el pretil que bordeaba el agua el estanque, y sí, eso es, se llevó el cigarro a la boca, el codo muy separado del costado, como si levantara una jarra de cerveza y esbozó una mueca que pretendía ser la lejana sonrisa de esos tipos curtidos en los Mares del Sur que pierden un instante para curiosear una escena de encantadores burgueses. Héctor llevaba tiempo ensayando ante el espejo la expresión de romántico duro con la intención de liquidar su sonrisa de monje franciscano (lleno de espanto, la descubrió un buen día repasando álbumes de fotos). Una vez que supuso lograda la expresión, apoyó las manos en la balaustrada, ahuecó la espalda y se admiró del paisaje que bullía ante él. Bandadas de niños gorjeando sin parar, el mío, el mío..., mamás casi jóvenes, casi apetecibles, de hombros morenos y escotes atrevidos, algunas incluso sin sujetador, maridos disfrazados de niños dentro de bermudas demasiado anchas para sus escurridas canillas de oficinista y camisetas azulonas de los Simpson, demasiado estrechas para contener las grasas adosadas en la cintura; todos ellos juguetes articulados que se apostarían su apartamento de Torrevieja a que son más dichosos que los individuos que pasan de largo tras ellos, libres, enamorados, delgados, solos. La semana anterior Adela y él mismo formaban parte de este esforzado grupo y ahora, apenas siete días más tarde, había franqueado esa línea.
De mala gana se desprendió de la chaqueta cuando comenzó a remar y lo hizo porque no podía dibujar el movimiento completo del hombro y porque no había nadie cerca (otras dos lejanas barcas a esas alturas de la mañana con treinta y seis grados) que pudiera percatarse de sus manchas de sudor. Entornó los ojos al notar el humo del cigarro prendido en los labios y la cambió por una pipa. Era un pirata, mucho mejor, un explorador remontando el Amazonas atestado de cocodrilos, flanqueado a babor por una mamá pata y su cría. ¿Qué estarán haciendo Adela y Jaime? Una punzada lo hirió en el mismo sitio que minutos antes mordiera el espejismo de una mujer. El niño habrá preguntado que dónde estoy, ¿dónde está papá? Y Adela habrá tenido que darse la vuelta para que no la vea llorar, anda, bébete la leche, papá se ha marchado de viaje a un lugar remoto, pero no te preocupes que papá te quiere mucho, hijo, muchísimo. O lo mismo sólo ha preguntado por los cereales de chocolate y Adela le ha dicho que la culpa de que no estén es del zangolotino de su papaíto que por fortuna ya nunca va a volver. Ninguna de las dos opciones hubiera sorprendido a Héctor, ya que desde hace años, treinta y seis en total, ha desistido de entender a los otros.
En este caso, los detalles de la ruptura habían sido negociados la noche anterior, en fin, que todo mejoraría en la distancia, que la convivencia era imposible, que amigos para siempre, que el niño para ella, sí, claro, desde luego, pero a Héctor aún le atormentaba pensar que su egoísmo había sido el detonante de todo. Bueno, quizá tampoco había alternativas, yo siempre fui un satélite, el vértice más lejano del triángulo (se defendió, utilizando el pasado perfecto para ubicar el suceso en un estadio remoto que le permitiera extraer deducciones sesgadas, conjurando, de paso, la tentación de un posible reencuentro), siempre me excluyeron de los abrazos, no he sabido quererlo de verdad, nunca mostré paciencia, no me hicieron gracias sus muecas infantiles, su caca siempre me olió a caca, necesitaba descansar por la noche de sus llantos, yo qué sé, debe tratarse de una alteración genética de mi organismo (se disculpó, buscado su alter ego en los documentales sobre hipopótamos y gatos parricidas que luego se relamen, tan frescos). Así iba enumerando la sarta de incompatibilidades, echando mano de esa estrategia autoinculpadora, leve y condescendiente que anima al acusado a creer que después de todo no es un taimado desertor ni un prófugo cobarde de piel ajada y acné cerebral estigmatizado por las fobias no superadas de la adolescencia, no, sino más bien un buen tipo al que la fortuna no le ha sonreído, un hombre honrado que nunca eructa en público y no engaña en el pesaje automático de la fruta aunque no haya testigos, en realidad un yerno aceptable, pelín desmañado en cuestión de asuntos emocionales, pero incapaz de despertar odio, ni siquiera en su ex mujer, sólo soy un juguete roto en manos del destino.
Mientras chapoteaban los remos, Héctor repasaba la tarde del sábado. La magia del fin de semana hacía siglos que pasó a la historia también en esa casa. Ahora los viernes anunciaban la entrada a un túnel (oscuro) cuyo final sólo se vislumbraba a cuarenta y ocho horas de distancia. La mañana había resultado tan terrorífica como la anterior: media hora de atasco, dos horas en el supermercado, la mitad en la pescadería porque la señora se había empeñado en comprar lubina fresca, de vuelta, un mareo con vómito en la tapicería, el periódico sin abrir, la colada sin tender, el aceite hirviendo, Jaime metamorfoseado durante treinta y dos minutos en sirena de bomberos, Adela sombría, Héctor inútil y mohíno, yogur de fresa por el suelo y el brócoli cociéndose para la cena. Brócoli y agua mineral, mal presagio. ¿Era susceptible de empeorar la situación? Desde luego. A la cuatro menos diez se despertaba el niño, las pilas de nuevo cargadas, justo cuando Héctor se acomodaba en el sofá para regalarse su merecida cabezadita. En el horizonte, siete horas (420 minutos) mínimo de frenética actividad, que además debía lidiar a solas porque Adela se había encerrado en el despacho a preparar su vuelta a la procuraduría, que también tenía derecho. Muy pronto (aún restaban 412 minutos) hijo y padre golpeaban la puerta materna en demanda de alguna solución.
-¿Así es como lo piensas entretener? –dijo a través de la rendija, ajena a los desesperados intentos de su hijo por ir a su lado.
-¿Y qué quieres que haga, si sólo quiere estar contigo? –preguntó Héctor, auxiliando disimuladamente al niño con la punta del pie.
-Pues lo que sea, juega. ¿Cómo va a querer quedarse contigo, ahí cruzado de brazos, hecho un zangolotino?
-¿Y a qué juego?
-Ave María Purísima. A lo que te dé la gana, cariñín.
El tono del rezo y sobre todo el diminutivo le elevaron la presión arterial hasta extremos que amenazaban colapso. De no haber estado penalizado por el Código Penal le hubiera descargado un buena bofetada justo en el centro de su mejilla izquierda (él era diestro) Por fortuna sólo se trataba de una ataque de ira que en Héctor se diluía siempre antes de estallar, bien a través de la autolesión (ingesta desaforada de padrastros), bien a través de insultos susurrados (gilipollas, subnormal, ¿por qué no lo entretienes tú, so lista?). Últimamente el lenguaje de Adela, éste sí, proferido en voz alta, registraba cambios significativos en la relación. Ya no nos hablamos como antes, ahora coge y me llama zangolotino y se queda tan pancha, pensaba él con perspicacia de filólogo. Igualmente percibía que ella había acabado desarrollando un sistema de comunicación, lacónico, coercitivo, cierto que insobornable con cualquier debilidad poética de antaño (amor mío, luz de mis ojos o bolita de grasa, pon tus piececitos en mi tripa que los tienes helados), pero de extraordinaria eficacia, a la manera de esos domadores que amansan a sus fieras con el látigo de su lengua, deja inútil, ya voy yo, ¿qué haces ahí parado, bujarrón?, quita, hombre, espera, a qué esperas, estate quieto, pelagatos (Adela sentía tanta devoción por los bombones rellenos de licor como por los descalificativos anacrónicos). Y Héctor, como hombre de espíritu gregario que era, obedecía, bien que no hasta el extremo de evitar que cada orden le inyectara un poso de rencor contra su amo como ocurre a los gregarios resentidos. Ojalá te dé un ataque de apendicitis, gorda, pensó en este caso, explicitando su deseo mediante el estrechamiento de su entrecejo. Adela, sin embargo, ya no se interesaba descifrar los mensajes dibujados en el iris de su esposo. Puede decirse que hasta le divertía sacarlo de sus casillas.. Así que cerró la puerta y los dejó a su aire.
No le quedó más remedio al padre que entrar en la habitación de Jaime. Volcó todos sus juguetes en la alfombra y se tumbó en su camita (los pies fuera de la colcha por si Adela salía) para continuar una siesta bruscamente interrumpida a 397 minutos de la noche por el choquetazo contra su frente de una ambulancia a escala.
-Qué te duermes, papi.
Al parecer, los niños se aburrían solos, así que su papi probó a sobornarlo con una bolsa familiar de patatas al alioli, procediendo acto seguido a bajar con él a un kiosco y regresar cargados con casi medio kilo de grasas saturadas, azúcares, edulcorantes y potenciadores de sabor que le permitieron enlazar tres siestas seguidas. Cuando salió Adela, Héctor ya había borrado los restos del banquete y la energía del niño, ahora casi en trance, se había trasladado de las extremidades a un estómago incapaz de digerir esa sobredosis de almidón modificado E 7. El nene no quiso cenar, le dolía la tripita.
-Qué extraño –se adelantó Héctor, tocándole la frente para disipar cualquier acusación-. Lleva un rato como cansado, a ver si va a estar incubando la gripe, que ya me lo conozco.
Adela y Jaime se pusieron a pintar. Ella dibujaba casas, él se dibujaba al lado de su mamá, y en la esquina superior una nube y un borrón que era papi. Cuando por fin se lo pudo llevar a su cuarto, Héctor salió a la terraza a tomar el fresco. Se sentía un hombre ruin y desgraciado. Ruin porque era un padre detestable, sí, un borrón, y un marido anecdótico, desgraciado, porque a sus treinta y seis años estaba condenado a observar desde la distancia los preparativos de un festín que miles de hombres afortunados se disponían a consumir durante toda la noche, mientras él masticaba brócoli y dormitaba ante el televisor como un pensionista prematuro.



5



Verdad que desde hacía unos meses él había planificado una y otra vez la secuencia de la despedida; el umbral de la puerta, una maleta indeformable llena de camisas arrugadas, una gabardina, a veces las cosas no funcionan bien del todo, no sé..., nos quisimos mucho, ¿verdad?, claro que sí, como sólo dos locos enamorados pueden llegar a quererse, a corazón abierto..., el plano se cierra sobre la mano temblorosa a punto de girar el picaporte, fue tan hermoso, Adela, desde luego, Héctor, ¿qué piensas hacer?, no sé, ¿y tú?, primero tratar de arrinconar tu recuerdo, luego no sé, intenta ser feliz, te lo mereces, tú también, ¿sabes, Adela?, creo que eres lo mejor que me ha pasado nunca, lástima que el amor puro sea tan frágil, sí desde luego, frágil como una tacita de porcelana china, no te olvidaré nunca, cuídate, amor, quién sabe, tal vez más adelante..., y la puerta que se abre y los labios que abortan un beso final ante el empuje de la ventisca, y luego, en un contrapicado, la sombra de Héctor deslizándose por el cuello, el regazo, los pies de una Adela que ya ha grabado en su pecho la muesca indeleble de los amores rotos. Pero ese sueño de un minuto diario, antes que un proyecto viable, se le presentaba como una experiencia virtual y clandestina, un opiáceo a cuyas bondades se entregaba en secreto, consciente del grado de deslealtad y cobardía que, en el fondo, implican esos viajes inocentes por los subterráneos del deseo, pero también seguro de que nunca alterarían el orden del mundo real, es decir, su matrimonio.
Esa noche de sábado, sin embargo, la frustración se había ensanchado tanto que al verla salir del cuarto del niño, del cedazo de su mente, acaso sin querer, acaso voluntariamente, se le escapó un fotograma de la película secreta que fue a clavarse en la frente de su mujer.
-A veces las cosas no funcionan bien del todo, no sé.
Al recibir el eco de su voz quedó tan sorprendido que buscó al responsable por todo el cuarto. La televisión estaba apagada. Como Adela se detuviera ante él invitándolo a desvelar el sentido de la frase, Héctor dijo tres veces vaya, alargó el cuello como la mañana siguiente hiciera el pato, carraspeó y tarareó la sintonía del telediario. Había miles de cosas que no funcionaban bien, Iberia, la seguridad social. Subrayarlo le pareció una obviedad.
-Deberíamos dejarlo, Héctor, y cuanto antes mejor si te sientes con fuerzas.
Un cubo de agua helada sobre su espalda no le hubiera impresionado más. Le maravilló la templanza de su frase, la seguridad de su dicción casi rayana en la descortesía, tratándose de un asunto serio, y, sobre todo, que diera por hecho que de haber algún afectado, desde luego no sería ella, si te sientes con fuerzas, si te sientes con fuerzas, ¿pero tú quién coño te crees que eres? La maldita también había ensayado su papel y ahora declamaba brillantemente, con un par de narices, encarándolo para impedir que se enrocara al oler el rastro del peligro. Héctor se sintió acorralado, portavoz de unos mensajes tibios con que pretendía azuzar la resolución de Adela y quedar a salvo de toda decisión. ¿Qué era eso de que las cosas no funcionaban del todo, por qué no se había atrevido a asumir la iniciativa?, ya no nos queremos, yo por lo menos no te quiero, a la mierda, Adela, esto es un infierno, debemos separarnos, y punto, algo contundente y sincero, no esos balbuceos de querubín que me salen cuando los problemas requieren temple y valor. Después de tan larga espera, sin dramas ni lloros, Adela abría la jaula y le invitaba a salir, le obligaba a salir así, sin más. La ansiada ruptura estaba delante de él y todavía necesitaba el aval de una confirmación.
-¿Lo dices de verdad?
-Claro, ¿No piensas tú lo mismo?
-Sí, por supuesto.
La intocable firmeza de sus posiciones había saltado por los aires y recomponer los trozos se antojaba tarea imposible. En ambos contrincantes se percibía la desorientación, la sorpresa propia de tan inopinada crisis, de pronto resuelta en un lacónico intercambio de frases. ¿Qué deben hacer dos personas en el momento siguiente al anuncio de su separación, cuando diez minutos antes discutían sobre el precio de los tomates, mientras él le pellizcaba el culo y ella le reventaba un grano sin atender al generoso escote de su bata? Desde el fondo de su sillón Héctor contrajo el rictus como si alguien fuera a propinarle una bofetada, hecho un gazapo. El entusiasmo y el terror le decoloraban el rostro poco a poco. Sólo deseaba el cese de la incertidumbre, de modo que la apremiaba para que asestara el golpe de gracia. Adela se sentó en el centro del tresillo y cruzó las piernas, algo que nunca hacía cuando estaban solos. Después procedió a observarlo durante unos segundos con una curiosidad de entomólogo que Héctor tampoco acertó a descifrar. Cuando se hubo cansado apoyó la cabeza en el respaldo y lanzó un largo suspiro.
Como si viajara en una nave espacial, Héctor sentía su cuerpo a merced de los envites de Adela; en unos pocos minutos el cordón umbilical que los hermanara durante nueve años parecía haberse fracturado, consecuencia de una batalla fugaz pero devastadora. De repente. la célula se estrangulaba para alumbrar dos seres que jamás se imaginaron independientes. Ese bulto de piernas cruzadas era una mujer y el descubrimiento maravilló a Héctor. Muy nervioso fue en busca de una botella de anisete (lo único a mano) y sirvió dos copas, aunque ella jamás bebía y él detestaba el anís.
Tal vez llevados ambos por la euforia que se siente al protagonizar un acontecimiento después de tantos años insulsos, tal vez espoleados por el vértigo de saberse de pronto parcelas individuales, no tardaron en animarse. Ese imprevisto parto los excitaba. La ruptura fue tan leve y fría que, antes de certificar su defunción, no pudieron sustraerse al capítulo del inventario nostálgico, como dos actores inconscientes de que sobreactuaban, dispuestos a rendirse un homenaje mediante una crónica espúrea de su pasado juntos: lo mal que lo habían pasado en agosto en la casa rural (cierto), la grisura de sus miradas (cierto), lo poco que hacían el amor (cierto), lo que engordan nueve años (cierto), lo que hacían el amor entonces (falso), lo guapo que les había salido Jaime (susceptible de interpretación) o el día que ella se tragó un palo de helado o, si no, el día que él llegó sopla a recogerla a su casa y se empeñó en bailar con su suegro y lo guapa que estaba con el traje de novia..., y así siguieron a la luz de una vela de olor a mandarina, mojando la noche en anisete, deseosos de acuñar una espléndida despedida que suavizara el portazo final. Y entonces se atrevieron, nos quisimos mucho, intenta ser feliz, lástima que el amor puro sea tan frágil.
-Tan frágil como una tacita de porcelana fina –sentenció Héctor, poco seguro de la idoneidad de la imagen como broche de su relación.
Al sorprender sus párpados caídos, Héctor sospechó que Adela coqueteaba, ajeno al hecho de que ese movimiento del músculo ocular, más que un guiño dirigido al destinatario de enfrente, era el acto reflejo de una ex esposa reconciliándose instintivamente con sus ojos de mujer. Él era, por tanto, el único que coqueteaba y repasaba su bata entreabierta anticipando ya una despedida por todo lo alto. Por eso, cuando ella lo despreció al sorprenderlo furtiveando entre sus piernas, él fingió pelearse con un grano de hollín y además tuvo el valor de recalcarlo oralmente (acaso influido por la lectura infantil de las aventuras de Los tres superdetectives).
-Mierda, se me ha metido un grano de hollín en el ojo
-Deberían retirar las locomotoras de vapor, no hacen más que fastidiar la vista.
Adela celebró su gracia. Héctor no pudo. Maldita la gracia que le hizo sentirse así de ridículo. Además Adela tampoco nunca había sido graciosa. De acuerdo que no esperaba su suicidio, pero sí al menos una demostración de respeto, que han sido nueve años juntos, joder, que hasta a un jarrón se le coge cariño, que sólo le falta salir a celebrarlo a la calle con una zambomba.
La bromita desactivó el último poso de intimidad. De ese modo, la curva de la euforia inició la fase de descenso pasadas las tres y veinte de la madrugada. Durante unos minutos ambos permanecieron silenciosos como pajarillos mojados, cada cual en su rama, preguntándose de qué modo habrían de desenvolverse a partir de ese instante en que ya era un no-matrimonio. Adela dudó si invitarlo a ir a la cama como hacía siempre, vamos a acostarnos que ya es tarde, pero finalmente se despidió si mediar palabra, echando mano de esa mueca ambigua habitual al dar el pésame a alguien poco allegado. Héctor se quedó aturdido, casi borracho, pensando si debía acompañarla y respetar su sitio o dispensarle un abrazo final o hacerle el amor desaforadamente, pero dado que ignoraba el sentido de esa fúnebre mueca, y considerando que quizá ella daba por hecho que él dormiría en el salón, optó por la solución intermedia de rellenar su copa, seguir sentado en el sillón y despedirse de la casa manteniéndose en vela hasta el amanecer. A las tres y treinta dos hubo de recurrir a la arenga para levantar el ánimo. Sí, es lo mejor, vale, ¿que lo tengo todo, que soy un idiota, que tengo una mujer maravillosa y un niño sano, y una casa y un trabajo estable y un coche? Vale, ¿y qué?, yo soy así y punto, un cegato caprichoso, un ingenuo romántico incapaz de entender que la felicidad es eso que nos pasa mientras pensamos en ella, pues sí, a lo mejor soy un imbécil, pero la vida es sólo una y sólo si uno se arriesga a buscar se arriesga a caerse, pero también tendrá una ocasión de acertar. No soy un buen padre ni un buen marido, no tengo derecho a quedarme sentado sólo por cobardía, ellos no se lo merecen ni yo tampoco. Emocionado y ebrio a partes iguales salió a la terraza, apoyó el vientre en los barrotes de su cuarto piso y se imaginó de polizonte en la cofa de un velero a punto de alcanzar el estrecho de Magallanes. De vuelta al salón apuró el vaso y se quedó dormido, la boca abierta y el cuello tan torcido que, ahora que llevaba un buen rato remando, sus cervicales habían empezado a resentirse.
-Oiga, señor, cuidado, que se choca –le dijo una muchacha apoyando su remo sobre la proa del infractor para impedir el abordaje.
El compañero de la chica le susurró algo que provocó una fuerte risotada de ambos. Luego se olvidaron de él, se tumbaron sobre la quilla y empezaron a comerse a besos. Tal vez influido por la fórmula de tratamiento (nunca antes nadie le había llamado señor, ni siquiera en el banco), que en este caso achacó a la posible formación victoriana de la infeliz o a que el reflejo del sol en el agua le había impedido calcular su edad correctamente, se animó a mascullar el futuro de los novios; valiente par de gilipollas, tú bésalo ahora, que en cinco años el culo no te cabrá ni en un portaviones, serás una foca bulímica de tetas lecheras y ese macarra del tatuaje un calvo impotente que trabajará como reponedor en la sección de textil de un hipermercado y al que despedirán por cocainómano y ladrón.
De inmediato se arrepintió de tan lúgubres predicciones. No, no podía ser, había decidido cambiar, abrazarse a los árboles, vivir en armonía con el cosmos, sacudirse la bilis de una vez por todas.¿Por qué tiene que condenarse siempre el amor al fracaso? Puede que sea una tacita de porcelana, pero si uno la cuida, claro que sí, y si se rompe, pues habrá que comprar una nueva, a lo mejor esos dos jovencitos son muy felices y celebran las bodas de oro regalándose un par de dentaduras postizas y un par de polvos. Imaginaba el color de su nueva taza, ¿sería rubia, morena, una conocida? Sí, tenía que enamorarse de nuevo y los fines de semana volcarse en su hijo, llevarlo al circo, al fútbol, hablarle de sexo cuando le viera la primera espinilla, y luego, por la noche, cuando se lo devolviera a Adela... ¿Por qué no? ¿No quieres subir, Héctor?, un ratito sólo, bueno, como quieras, qué guapa estás, qué bien te sienta la separación, no seas bobo, tú sí que estás más delgado, ¿comes bien?, ¿te ocurre algo?. Y entonces Héctor mostraría sus manos heladas y su rostro de divorciado desvalido pondría en funcionamiento el instinto protector de Adela, y se tomarían un café y él se quedaría aún un rato más porque ella seguiría sola y luego se irían a la cama y harían el amor, dos, tres, cuatro veces, eso sí, con la distancia y la asepsia necesarias para no despertar los viejos vínculos ya casi extinguidos. Y en mitad de la noche ella jugaría con un mechón de su reciente implante capilar y le diría muy dulcemente, para que él no se sintiera culpable, que aún no había encontrado a nadie que le hiciera el amor tan bien como él, o mejor todavía, que nunca le iba a apetecer conocer a otro hombre, porque como él, como tú, Héctor, de verdad te lo digo, no ha nacido otro. Y al cabo él se vestiría a oscuras y, al salir, ella le diría hasta la próxima. Luego caminaría con la corbata desanudada y el implante revuelto sobre la hojarasca de los parques vacíos, satisfecho porque su ex mujer contaba las semanas para volver a tocar sus músculos perfilados en las espalderas de un gimnasio y porque su tacita actual contaba los minutos para decirle cuánto lo había deseado durante ese interminable fin de semana en compañía de su hijo.



6



Al atracar el bote su cuerpo hubiera levitado sobre el embarcadero de no habérselo impedido el lastre de su camisa sudada y el pinzamiento de cuello a causa de la mala postura de la noche anterior. Tuvo que cruzarlo andando mientras se estimulaba imaginando la tabla de ibéricos, el solomillo de ternera y la botella de Ribera del Duero que se beneficiaría en apenas una hora. Una hora, demasiado tiempo libre para alguien que lleva trescientos domingos seguidos al cuidado de un niño. Para matar el rato no se le ocurrió otra cosa que curiosear entre las mesas de los adivinos. Ninguno estaba ocupado ni se molestaba en atraer clientela. Sólo en dos mesas había bolas de cristal. Los seis o siete magos tenían aspecto de ancianos comunes escapados de un hospital de día, de ésos que por las mañanas vigilan el movimiento de las hormigoneras y por las tardes se las tienen tiesas con el médico de cabecera.
Fue un acto irreflexivo. Se detuvo delante del tipo más normal, el único viejo que vestía rebeca a cuadros y pantalón gris de tergal en lugar de túnica y se sentó en un taburete minúsculo. De inmediato una ola de pudor le tiñó el rostro. Estaba seguro de que todo el parque lo observaba hacer el ridículo, puede que incluso estuviera siendo grabado por alguna televisión local, en busca del único inocente víctima de una trampa diseñada para cazar ricos americanos dispuestos a soltar unos cuantos euros por inmortalizar en sus cámaras digitales unos instantes de folklore hispano. Se trataba de una extravagancia, claro, pero había decidido (al saltar de la barca) que su vida necesitaba una buena mano de locura. Quería dejar de ser previsible como un reloj coreano, uno de tantos aburridos que mueren sin haber pisado jamás una zona verde. No, ahora quiero cantar por la calle, besar a las mujeres y salir corriendo, colarme en el metro, subirme a una escalera y hacer el mimo, no sé por qué, pero eso pirra a las tías, hombres atrevidos, con sentido del humor, locos y seguros a la vez, no como yo, el tipo más formal y cívico del mundo, seguramente ese es mi punto débil, la sosería, que parezco el presidente decano de una comunidad de vecinos, cómo se va a divertir alguien conmigo, si maldita la gracia que tengo, los alumnos sólo se ríen cuando escribo en la pizarra y Adela nunca, a excepción de las carcajadas sarcásticas, Adela, ve tú, que me duele la cabeza, ja, ja, ja, bueno, Adela, vamos a dejarlo que ya está todo recogido, ja, ja, ja, Pero ahora todo iba a cambiar, iba a ser un huevo sorpresa para su nueva compañera o novia o lo que fuese, vestiría fulares y chalecos de flores, un día se teñiría el pelo de rojo, al siguiente se haría un tatuaje en la nalga.
El supuesto adivino debía de ser el gancho de la titular, una gitana enlutada, enorme, pero contenida como una funcionaria al servicio de la oficina de turismo e importunada en la hora del café por un paisano despistado. La adivina lo despachó por doce euros en cuatro minutos, eso sí, ofreciéndole una precisa información, escrita, al parecer, en las líneas de su mano izquierda. Nada de vaguedades. En una primera lectura le reveló su nombre, el de su mujer y el de su hijo, su plato favorito, su trabajo, el segundo apellido de su padre y que la noche anterior se habían separado. Antes de que Héctor pudiera cerrar la mano, la gitana le comunicó que su mujer haría migas a lo largo de ese mes con un monitor de gimnasia, argentino, de nombre Osvaldo con el que pensaba rehacer su vida. Héctor no quiso saber nada más,. Contrajo con todas sus fuerzas los músculos de la mano delatora, mientras la diestra alargaba los doce euros y permaneció sentado hasta que el calvo le pidió permiso para retirar el taburete y hubo de quedarse allí, de pie, viendo cómo se marchaban con su dinero, sin ofrecerle a cambio unas palabras de consuelo o el reconocimiento de que eran unos bromistas contratados por su mujer para darle una lección.
Bah, podía esgrimir un millón de razones científicas y raciales para rebatir la predicción; primera, él era un hombre de ciencia y la ciencia desprecia la brujería, segunda, el futuro no está escrito, tercera, las constelaciones del zodíaco son agrupaciones caprichosas que ni siquiera se encuentran en el mismo plano, cuarta, la quiromancia gitana carece del menor prestigio, quinta, ésta, razón de sesgo más atávico, pero definitiva, que Adela aún era su mujer y punto. Valiente gilipollas la gitana, se defendió con el gesto escéptico de un tipo culto, un profesor de enseñanza secundaria, por ejemplo. No obstante abandonó el lugar aturdido como si una manada de ñúes lo hubiera pisoteado en una pradera de ortigas. En sus planes sobrevolaban muchas tacitas con forma de mujer, pero un hombre, ¿qué leches pinta un maromo en este asunto? Y si era cierto, ¿qué?, vale, es imposible, pero ¿y si conoce a alguien, incluso antes que yo? El sudor se le enfrió, las venillas de sus sienes se le iban dilatando, necesitaba ordenar ideas para impedir un colapso. Calma. Se habían separado, ¿no? Eran libres, pues punto, que se tire a quien le dé la gana, a un regimiento de infantería, que él no pensaba poner ningún obstáculo. Y se fumó otro cigarro, satisfecho de su galanura.
Salió del parque al encuentro del solomillo en su punto. Con la tripa llena las cosas tienen otro color. A las dos y veinte el sol cumplía su función rutinaria. Las calles brillaban como hierros candentes de una fragua. La chaqueta de pana y la piel (del único individuo en todo Madrid que en plenitud de facultades vestía de esa guisa) formaban un todo indivisible. La nicotina se le agarraba a la glotis como un riego de asfalto recién extendido sobre la carretera. Además había olvidado en la barca las mil y pico páginas de esa novela doble y, para colmo, tres jovencitas acababan de requebrar en voz alta las posaderas del muchacho que le precedía, mientras que al cruzar a su lado, el suyo no les inspiró el menor comentario quizá porque, pensó, la americana era un prenda que tapaba demasiado y envejecía de seis a ocho años.
En ese instante le apetecía patear a un perro vagabundo, romper el sol de una pedrada, o en su defecto, un escaparate con un bate de béisbol. Tenía coartada. Una gitana acababa de radiarle la infidelidad de su esposa, frisaba los treinta y siete años, lucía barriga, nadie le había piropeado y el asqueroso verano no terminaba nunca. Sin duda alguna, el mediodía de un domingo con olor a patatas bravas y cerveza no era el momento más apropiado para formalizar proyectos. Necesitaba un poco de lluvia, que llegara el lunes y ver a Ramón y a Pepa, suspirar en su regazo, buscarse un piso y fumarse un cigarro, único deseo, este último, que pudo satisfacer de inmediato.
Agarrado a esa colilla entró en un restaurante repleto de esas parejas que hablan quedamente, por ejemplo de la representación teatral que vieron el sábado y que a primera vista son más interesantes y limpios que uno. Desde su nueva perspectiva, le pareció que los fines de semana esos locales estaban diseñados para los números pares, que él era primo y que allí sentado parecía el único comensal incapaz de seguir una conferencia sobre arte minimalista. Y los camareros, que tampoco sabían de arte minimalista, pero reconocían a los ignorantes, le miraban como si fuese un viajante de productos farmacéuticos comiendo por equivocación en un sitio caro un día festivo.
Salvo él, por motivos obvios que justificaban su silencio, los demás charlaban animosamente, uno decía algo y el otro asentía sin prisas, todo en un correctísimo intercambio de turnos que le sacaba de quicio. Héctor siempre odió a las parejas parlanchinas, quizá porque Adela y él eran del gremio opuesto, de los silenciosos que espían a los locuaces para defenestrarlos acto seguido. Las interpretaciones de Héctor adquirían un matiz tan lúbrico como falto de rigor psicológico; ¿cuándo leches van a callarse eso dos?, mira, ésa es la amante del viejo, está forrado y ella se la chupa todas las noches con la esperanza de que muera de un infarto, ésos acaban de estrenarse, mira cómo le limpia con la punta de la servilleta, verás cuando la tía se entere de que no es viudo, ése que está solo en la esquina hace tres años que dejó de masturbarse, ahora le interesa más coleccionar basura.
Quizá ahora todos estos me vean así, un ex masturbador con síndrome de Diógenes. Cuánto le hubiera gustado parapetarse unos segundos bajo el escudo de Adela. Pero Adela no estaba porque acababan de separarse, a lo mejor está con el argentino, que aquí el que no corre vuela, porque, las cosas como son, la irrupción de este individuo alteraba los planes . ¿A ver qué hago yo cuando lleve al niño si resulta que hay otro ya dentro?, tendré que despedirme abajo como un mendigo, oye que ya sube el niño, gracias Héctor, adiós, adiós, y punto, lo mismo ni me echa de menos y prefiere las cursiladas de ese sudaca de voz amariconada, qué linda sos, Adela, y la guarra va y se corre de gusto, y a lo mejor no me dice que estoy delgado ni que caliente mis manos en su regazo y se acaba el sexo esporádico y se vuelve loca y se desmaya en cada orgasmo (esa viable imagen de un argentino peludo cimbreándose sobre el cuerpo desnudo de su todavía señora gimiendo de placer y agarrada a su cabellera abundante lo sacaba de quicio) y se levanta cantando todos los domingos, le prepara el desayuno y le masajea los pies como una perra cualquiera mientras el otro le regala endecasílabos, a lo mejor le importa una mierda si como de aquí en adelante, si me hago astronauta o si me muero, a mí, su marido, el padre de su hijo. Claro que podía ser así, ¿quién se había beneficiado de la separación? Pues ella. Ni siquiera había organizado un escándalo la noche anterior, maldito, eso es lo que quieres, irte, dejarme sola con el niño, cerdo... Es más, era ella quien lo había inducido, ella me ha obligado, ha dicho sí sin pestañear, sin una maldita lágrima, si te he visto no me acuerdo y esta mañana alegre como si nada, sin preguntarme siquiera dónde iba, porque le importa una mierda si vuelvo.
Decidió combatir la idea de que el dichoso argentino ya pudiera existir, de la mejor manera posible, ocultando a los intrusos el mensaje cifrado de su mano izquierda e ingiriendo tras el solomillo dos porciones de crema catalana, café y un puro cortesía de la casa. De ese modo la sangre acumulada en el aparato digestivo desactivó el riego cerebral y lo dejó sumido en una modorra que poco contribuía a ensalzar su porte. Pasadas las cinco acudió a despertarlo el camarero cuando el local ya se encontraba vacío.



7



La interrupción de la siesta en la fase rem del sueño alteró el humor de Héctor, los tres cuartos de litros del Ribera del Duero distorsionaron su visón, las dos mil cuatrocientas calorías del solomillo y los dos postres vertían ácido puro en su pared estomacal. A duras penas las glándulas sudoríparas achicaban el sudor almacenado en sus axilas, y para colmo, una mancha de café a la altura del ombligo daba testimonio del almuerzo. Cuando salía trató de cerrarse la chaqueta, pero botón y ojal se encontraban justo en las antípodas a esa hora de la tarde, las cinco y trece minutos.
El pálpito de la ciudad recalentada era inapreciable, circunstancia nada extraordinaria tratándose de un dos de septiembre; algunos coches, grupitos de orientales y norteamericanos protegiéndose del sol con inútiles viseras de Banesto, filmando todos la fachada del Museo del Prado antes de disolverse en el asfalto y un par de ambulantes renegridos ofreciendo un magnífico pac de tres peinetas con los colores de la bandera nacional o, en su defecto, una banderilla de punta roma en idénticos tonos (Hector adquirió la segunda que ese domingo se había vendido en el puesto). Varios chorizos seleccionaban a la víctima de aspecto más dócil, y de no haber ido blandiendo el arma, hubieran asaltado al tipo de la chaqueta de pana y la mancha de café, que, ajeno por completo a los estragos de la insolación sobre su nariz, peregrinaba muy despacio bajo la solana, pegadito a las fachadas, deteniéndose en todos los escaparates entoldados en busca de un soplo de aire inferior a cuarenta grados. En la droguería se aprendió el precio de las colonias y los botes de perfume. En la pajarería hizo recuento de treinta y nueve periquitos en movimiento, luego se refugió en la tienda de fotos a ver lo feos que iban todos los novios, se fumó un cigarro y comprobó que él tampoco tenía palmito de torero. A punto de arder por un proceso de combustión espontánea, observable a menudo en los vertederos, se marchó a casa a ducharse y de paso a estudiar en el rostro de Adela el indicio de una futura aventura. Yo tranquilo, como si tal cosa, buen rollo de separado correcto, que está de bajón, pues la cojo y la animo, vamos mujer, que tampoco nos hemos muerto, es duro, ya lo sé, pero podremos seguir viéndonos, y quién sabe si algún día..., que la veo tan pancha, pues entonces una pulla, vaya, pareces más joven desde anoche, como si te hubieras deshecho al fin de un peso muerto.., y a ver qué dice, que las mentiras tiene las patas muy cortas.
La única variante no prevista fue la que tuvo que afrontar. Adela no estaba. Procuró tranquilizarse. Otro cigarro. Bonito, muy bonito, pero que muy bonito, y así siguió cigarro y banderilla en mano, subrayando la única conclusión que había extraído, pero que muy requetebonito. Adela nunca sale sola con el niño los domingos por la tarde, se dijo como si estuviera ante la prueba irrefutable de un suceso muy grave, una aventura amorosa, por ejemplo. En la casa vacía resonaban pasos y carraspeos como si atravesara el interior de una urna funeraria. No sabía qué hacer exactamente. Trató de clavar la banderilla en la puerta del salón, después se fue a la nevera y se comió un yogur de fresa y un potito de frutas del niño (el único que había). Luego orinó en el baño con la cabeza apoyada en los azulejos y se sacudió sin demasiado cuidado, como hace el cliente más cívico en el servicio de un bar. Con el pantalón bajado se colocó delante del espejo y se subió la camisa para ver el mustio aspecto de sus carnes, el avance dunar de una barriga deslizante que ya tapaba buena parte del bello púbico y amenazaba con enterrar su miembro en un par de años. ¿Se puede saber cómo pretendes ser un amante ocasional, el valedor de las fantasías sexuales de una mujer, si a poco que te descuides tendrás que apañártelas de lado como los elefantes marinos? Sin tomarse la molestia de subirse el pantalón, se arrastró hasta la cama y se tumbó boca abajo buscando el frescor de la colcha.
Cuando la modorra volvía a vencerlo, se levantó de un salto espoleado por una sospecha, ¿y si se han fugado? Corrió a la cocina en busca de la nota en el tablón de anuncios, adiós, Héctor, te queremos, sé feliz o adiós, Héctor púdrete en el infierno, pd., no hace falta que vengas a buscarnos, mastuerzo. No había nota en la cocina, tampoco en la mesa del teléfono. Y en el armario estaba la ropa de los dos, la suya incluso. Respiró. Tomó aire, se subió el pantalón y fue en su busca.
Como suponía los encontró en la terraza del centro comercial al que solían acercarse casi todos los fines de semana. Ella removía una taza de té, en la silla de al lado Jaime jugaba con el sobre de azúcar y hacía imitaciones de animales que su madre fingía desconocer. Cuando Héctor los vio, el niño ponía la trompita de su antebrazo derecho en su nariz y se burlaba de la ignorancia de su mamá. A Héctor le dieron ganas de ir corriendo hacia ellos y decir, el elefante, es el elefante. Por fortuna se contuvo y prosiguió espiándolos a treinta metros de distancia, al socaire de un cajero automático. El hombre estaba confundido; resentimiento, ira y nostalgia pugnaban por apoderarse de él, y mientras organizaba su mente, no le quedaba más remedio que observar con ojos de desterrado cómo su familia se sobreponía a su ausencia sin dar síntomas de dolor alguno. Desde su garita se sentía mínimo, una mota de polvo contemplando desde lo más profundo de la noche el interior de un cuarto muy cálido e inmune a sus golpes de auxilio. Aún más le dolió no descubrir en Adela los estragos de la separación. Muy al contrario, le pareció más hermosa que la víspera. Su rostro reflejaba las huellas de esa vieja aflicción de las guerras ya pasadas y le confería el aire de serenidad que algunas personas alcanzan tras salir airosas de los largos y tediosos combates emocionales. Bajo la expresión cansada e irritable de la noche anterior se dibujaba ahora un hermoso rictus de sosiego. Incluso la redondez de sus caderas moldeadas por ese vestido azul entallado resultaba voluptuosa.
La confirmación de semejante renacimiento lo apesadumbró, ya que daba por sentado que ese detalle no pasaría desapercibido a ningún hombre que se cruzara con ella. Ojalá pesara ciento cuatro kilos y tuviera alitosis. Le apetecía tocarle el culo por segunda vez en veinticuatro horas, rozarse con ella y recibir a cambio una sonrisa de bienvenida y agradecimiento, nada definitivo, claro, un alto el fuego de diez minutos, un intercambio de complicidad y un adiós. Durante unos instantes de flaqueza volvió a tantear la posibilidad de hacerse el encontradizo, pero se ocultó cuando pasaron a su lado a ver una película. ¿Cómo voy a asaltarlos en este estado?
En la siguiente hora y media se duchó, se afeitó, se cambió de ropa y volvió al centro comercial, justo cuando madre e hijo salían de la mano entre el gentío, hablando con un individuo desconocido que a su vez iba cogido de la mano de otro niño similar al suyo. En la distancia Héctor sometió al sujeto a un estudio en profundidad, edad similar, diez centímetros más alto (eran dieciséis), ocho kilos menos (eran once) y de melena algo más poblada (considerablemente más poblada). Un maldito divorciado que la habrá asaltado mientras compraban palomitas, presumiendo de lo buen padre que es y halagando a mi hijo para tocarle el culo a mi mujer (Héctor solía extender sus urgencias manuales a todos los hombres) y trabajársela esta noche misma si la idiota se traga el anzuelo de que no le interesa el fútbol para nada. No obstante, notaba aliviado que Adela no estaba receptiva ni atenta al cortejo. La conocía, sólo mostraba la urbanidad propia de su educación espartana en un colegio religioso, pero evidentemente el tipo no tenía nada que rascar, lo advertía en sus ojos huecos por más que el otro pretendiera interpretarlo como un gesto galante. ¿Pero dónde vas, imbécil, tiburón?, ¿a quién quieres tú atacar con ese careto de bobo?, ¿es que no ves mis huellas impresas por todas partes? A pesar de sus maniobras voluntariosas, el individuo, viendo que poco más iba a lograr de ese encuentro fortuito, dio a Jaime el beso que hubiera querido estampar en la boca de su mamá y se alejó muy despacio, a la espera de que ella lo alcanzara, lo invitara a tomar algo en su casa y a ocupar el hueco dejado por su marido cuando hubieran dormido a los niños. Al ver que Adela y su hijo salían solos del centro comercial y se encaminaban a casa respiró aliviado.
Superado el pánico, se dejó caer en el cajero y sobrevino el resentimiento, mírala, contoneándose con su mejor vestido, ofreciendo a los demás lo que a mi me ha negado, como una cenicienta cualquiera, más alta que nunca, como un pavo real, como una buscona (esas fueron sus sumarias conclusiones, acaso rudimentarias, pero comprensibles teniendo en cuenta la premura con que fueron urdidas), una lección bien dada es lo que necesita (ataque de ira matizado por el eufemismo escolar del termino lección). Luego, después de imaginar repetidamente la escena de la lección (lo siento, Héctor, estoy sufriendo tanto, te necesito amor, prométeme que nunca me dejarás...) se calmó lo suficiente para ordenar la idea y recordarse que ese domingo también para él tenía que ser el más feliz de los últimos años y que precisamente por eso, una vez dado el paso no debía retractarse, mano de hierro, Héctor, firmeza, hay que ser fuertes, superar el trago, incluso admitir la presencia de un sustituto. ¿Qué más daba con quién se liase?, ¿es que no recordaba el calvario sufrido, las noches de insomnio, las caras largas, los insultos? Bien, ahora empezaba su nueva vida. Amueblar su casa, abrazar un árbol, etc..., Necesitaba contárselo todo a Pepa.
Tras doce horas de precariedad emocional, necesitaba que alguien, una mano femenina, acariciase su espinazo. Nada más. El centro comercial rebosaba de parejas acarameladas, otra orgía de números pares. Nadie, salvo los guardias jurados y él, deambulaban solos. Que me prepare un café caliente y se quede impresionada al escuchar mi historia de amor truncado, (en ese momento se lamentó de haber perdido los dos volúmenes de Dostoievski), pues sí, Pepa, ya ves, parecía un matrimonio rocoso, seguramente lo era, pero en esas uniones, a veces una pequeña fisura provoca una explosión en mil pedazos, como el cuarzo. No lo pensó más. Ya de noche, compró una botella de vino, cogió un taxi y se dirigió a su casa dispuesto a ofrecerle todo el esplendor de su joven decadencia.







8



A medida que se acercaba (entre los labios el decimocuarto cigarro, que el taxista le permitió encender a cambio del decimoquinto), envalentonado al saberlos recogidos, iba estableciendo diferencias. Serán mujeres las dos pero ahí acaba su parecido. Adela es madre, zapatos y bolso a juego, judías con chorizo, colonia infantil en la pechera, sombrilla en la playa, ortodoxia sexual, es “eso ya lo sabía yo, te lo advertí” y bla, bla, bla...; pero Pepa, ah Pepa, mi Pepa, Pepa es amante, braguitas de raso, eso casi seguro, comida libanesa, playa nudista, heterodoxia sexual. Una vez hubo llegado a ese extremo de la comparación dio una calada muy satisfecho de su capacidad para ordenar el mundo, porque a Héctor lo desazonaban los matices. En su universo no encajaban las veleidades y las reflexiones etéreas de la filosofía y la literatura. Esa oposición ante las posturas relativistas del pensamiento débil, con el paso de los años sería su legado intelectual estrella acuñado en distintos foros, fundamentalmente en el salón de su casa o en el de sus amigos. A lo largo de una velada siempre llegaba ese momento tan temido por Adela en que ahuecaba la voz, se levantaba de la silla y decía, mirando de frente a los hombres pero sin perder de vista la secreción hormonal de sus mujeres: bueno, seamos honestos, como yo digo (adolecía de una tendencia innata a autocitarse como argumento de autoridad), dejémonos de esas mariconadas relativistas, ¿qué es eso de hombres encerrados en un cuerpo de mujer y mujeres encerradas en el cuerpo de un hombre?, mirad la tabla periódica de los elementos, ¿se aburre alguno?,¿envidia el estroncio al berilio?, pues no, cada cual ocupa su lugar, la plata es plata y el cobre es cobre. Pues nosotros igual, vosotras sois oro, claro, y nosostros, nosotros (pausa) el hierro protector. Luego rubricaba la tesis regalando una sonrisa diáfana al auditorio y un gesto de vergüenza ajena que después de tantos años sólo se percibía en el rostro de Adela.
No sé, Pepa es tan transparente, a su lado uno puede hablar de lo que sea, no tienes la sensación de que te examina en cada frase y cuando toma distancia y se sumerge en sus pensamientos no le hace creer a uno que penetra en un espacio sublime e inaccesible, simplemente se evapora y cuando regresa se abraza a ti sin echarte en cara que no hayas intentado rescatarla, porque no es de esas mujeres que te aplastan con el “tú no entiendes nada”, lo da por hecho y punto. Y además, a qué negarlo, está buena. Sin darse demasiada cuenta Héctor estaba incoando un procedimiento urgente de licitación femenina por si Pepa se convertía en la siguiente mujer de su vida. Mientras miraba el marcador del taxi supuso que a su lado debía de ser muy sencillo echarse la siesta sin quitar la mesa, seguro que es de las que echan un polvo o dos sin cortarles el rollo que en el fregadero estén las cortezas de las manzanas hasta las seis de la tarde.
A las veintidós quince su nerviosismo era tan grande que la hipótesis acerca de la relajación en sus hábitos de intendencia (y sobre todo la posibilidad de que esa noche acariciara su espinazo) le parecía un buen punto de partida, para lo que fuera, pero un punto de partida al fin y al cabo. La demanda anticipada de mimos se trocó excitación imaginando que ese cuerpo espiado a diario mientras tomaban café en el recreo, ese pecho dibujado en las camisetas de entretiempo, si la cosa iba bien, podía estar a su alcance mediada la botella de vino.
Por supuesto no era el momento de profundizar en el grado de correspondencia por parte de ella. Cierto que Héctor, salvo en las crisis trimestrales de identidad, sufría ese mal tan masculino consistente en imaginarse deseado por cualquier fémina que no desviara su pupila de él en el intervalo de dos parpadeos, una cajera del metro, una vendedora del cupón o un pez hembra. Pero, aunque, a veces, él mismo dudaba de sus intuiciones, ahora más que nunca necesitaba tener constancia de que ella sentía algo. Pronto encontró indicios definitivos, la manera de mirarme los labios en las cenas de fin de curso, la distancia que mantiene conmigo cuando con los demás es tan franca, los ojos de admiración que la delatan cuando estreno algo, lo roja que se pone cuando tiene que darme un beso.
Al bajarse del taxi Héctor extendió un billete de veinte euros y se alejó sin aguardar la vuelta, acaso influido por el comportamiento de los galanes de cine cuando corren en busca de su amante. Entró en el servicio de un bar, se acercó al espejo y estiró el cuello para disimular su papada, metió tripa, organizó los mechones de su cabeza a manera de reja y muy despacio, tratando de no descomponerse, subió sin llamar al portero aprovechando que la puerta estaba abierta. Apenas pulsó el timbre Pepa abrió como si hubiera estado aguardándolo todo el día, toda la vida tal vez. Llevaba puesto un albornoz blanco de solapas escotadas en una de las cuales estaba bordada la palabra Sintra y comía una rosquilla de chocolate encajada en el dedo índice. No llevaba sujetador, quizá tampoco bragas, aunque ese detalle no se atrevió a comprobarlo hasta que ella le dio la espalda. Mostró alegría, cierto, pero sólo cuando pudo contener el gesto de sorpresa. Luego permaneció un instante parada como un cancerbero, sin dejar de comer, sin cerrarse el más que generoso escote, tratando de procesar toda la información. La pretendida sonrisa de galán escéptico fue saboteada por culpa de los nervios, de modo que, al levantar el entrecejo, Héctor sólo alcanzó a simular la expresión de un mastín pillado mientras orinaba detrás de un mueble. Por fortuna, Pepa era mujer de recursos y no tardó en hacerse el cargo de la situación.
-Pero Héctor, ¿cómo tú por aquí? Qué bien, ¿no?- dijo, lanzándose a su cuello.
En efecto, no tenía sujetador. A Héctor le chocó esa maniobra desinhibida, interpretada de inmediato en clave esotérica, lo sabe, seguro que lo sabe, no me digas cómo pero lo sabe, lo ha leído en mi cara, desde luego, las mujeres, qué cierto es eso de que tienen un sexto sentido.
-Pasaba por aquí, he visto un bar, luz en tu habitación (le pareció pizpireto el arranque) y me he dicho, por qué no, vamos a celebrar con Pepa que mañana empezamos el curso (mientras lo decía no podía evitar imaginar ya sus manos femeninas arriba abajo sobre el borde de su lomo).
-Pasa, hombre, no te me quedes en la calle.
Lo que poco imaginaba Héctor era encontrar otra visita, menos aún enfundada en un albornoz de idéntico tono y bordado cuyo escote, en este caso dejaba al descubierto una tupida pelambrera. Mucho menos, por supuesto, imaginaba que ese sujeto fuera Ramón.
-La leche, Ramón, ¿tú por estas latitudes? –dijo sin quitar los ojos de sus pectorales.
-¿Te gustan? Los compramos en Portugal, mil pelas cada uno –dijo, cruzándose de piernas y dejando el mando del televisor en su regazo.
-Ya lo veo. Estáis monísimos los dos, la verdad, muy conjuntaditos –precisó esforzándose por evitar el tono de ironía-. Parece que acabo de entrar en el vestuario de un equipo de fútbol.
-La madre que te parió, Héctor, qué alegría me das –dijo, levantándose y pellizcándole los michelines, pese al encogimiento abdominal del acariciado-.
Reaccionó tarde, como si acabara de darse cuenta en ese instante de la visita. Ramón era un hombre efusivo, pero lento de reflejos, daba la impresión de que asumía los acontecimientos con un desfase de treinta segundos. Siempre que expulsaba a un alumno de clase ya hacía un buen rato que estaba callado.
-Has engordado, cabrón, te alimenta bien Adela, eh, mariquita. Mucha tapita este verano, como el tío del anuncio, ¿eh?
Los tres se quedaron un rato de pie, estudiándose. La parejita llevaba el pelo mojado. Seguro que acaban de echar un polvo. Pepa lo invitó a sentarse y lo hicieron todos al tiempo. Ramón se cruzó nuevamente de piernas, algo inusual en él, Héctor se posó en el pico de una silla y Pepa se levantó al instante para libar de un sitio a otro. Lo que más maravillaba a Héctor es que ninguno de los dos parecía violento, ni siquiera habían disimulado, tan sólo dejaban escapar risitas cómplices y divertidas como si hubieran sido sorprendidos en un juego inocente por un papá moderno, de esos que cuando su hijo le pregunta qué es el escroto, no tienen reparos es satisfacer su curiosidad mostrando la zona aludida.
-Bueno, ¿qué te parece?-preguntó Ramón poniendo los brazos en cruz como si le pidiera un examen veterinario.
-No sé, me dejáis sin palabras.
-¿Te acuerdas, al acabar el curso, cuando nos dijiste que te ibas a hacer turismo rural, a olvidarte de todo? –dijo Pepa, ahora sí, con la solapa cerrada-, pues nos diste envidia, y como no teníamos ninguno plan pues nos fuimos a hacer el Camino de Santiago.
-Y al entrar en Portugal –tomó el relevó Ramón-, nos dijimos ¿por qué no? Tampoco se va a hundir el mundo si nos va mal; y dicho y hecho y de momento palante como los del Levante (expresión ésta, utilizada habitualmente en la jerga del grupo, como tira que no llegas, está floja la comida, trágate esa cuchara, qué cabrón eres, Pascual o el que entra en Sevilla no sale sin una pijilla).
-Bueno, y tú qué. Cuéntate algo –le dijo Pepa rescatándolo de su ensimismamiento.
El dúo, una vez aclarado el asunto, gorjeó un ratito en el sofá y luego contempló al visitante como si en su mano estuviera acreditar la condición de la nueva pareja. Pero Héctor no dijo mucho, salvo vaya, vaya, desde el borde de su silla, en posición sala de espera, agarrado a su botella y dispuesto a fugarse a la menor oportunidad. Los miraba y los miraba y no salía de su asombro. No le hubiera descolocado tanto encontrarse un harén de senegaleses, pero Ramón... No es que no fuera promiscuo, pero con Pepa..., por Dios, toda la vida juntos como hermanos y ahí, ahora, como un par de incestuosos. Ramón, la de veces que me habrá dicho el capullo ese que Pepa no era su tipo, que estará buena, pero que tiene toda la pinta de tirarse al claustro entero si se le cruzan lo cables, pero si fue él mismo quien le puso el mote de “jaca salvaje”, mira cómo viene hoy la jaca me decía al entrar en la sala de profesores, y ahora, mira, ojalá no se equivoque. Y Pepa tres cuartos de lo mismo, nunca ha sentido nada por él, un engreído, un superficial, un culo pollo, así lo llamaba.
No quería odiarlos, pero los odiaba, desde luego, y con toda su alma. Un salido y una furcia en albornoz, no podía ver otra cosa en la parejita recién formada. De pronto todo se iba al garete, la constatación de la dureza de los pechos de Pepa de poco le había servido, las juergas nocturnas ya nada de nada. Su primera amante ya lo era de otro antes de saberlo, y a él sólo le aguardaba el seguro abrazo de los árboles. Por la cabeza le pasó el deseo de que a Ramón le diera una apoplejía que, al menos, lo dejara inútil de cintura para abajo durante diez años, sorprendiéndose de cuán volubles pueden tornarse los vínculos de amistad cuando el bienestar emocional está en juego. ¿Y si la cosa funcionaba y se emparejaban?, ¿qué iba a ser de él? De pronto veía claro su futuro, noches de invierno interminables, las demás casas llenas de parejas, Ramón y Pepa apareándose como locos bajo el estímulo de la testosterona, Adela y el argentino fornicando como locos bajo el estímulo renovado de la testosterona, y yo viendo partido de fútbol en un zulo decorado de posters pegados con celofán, atracándome de donuts rellenos y sin pizca de ganas de irme a la cama para hacerme una paja.
En cuanto pudo se despidió, el niño tenía fiebre. Fue doloroso advertir que no lo retenían, apenas lo emplazaron para una fiesta sin fecha. Se marchó jurando que era la mejor noticia que podían haberle dado, que ya era hora de que sentaran la cabeza, que se lo merecían, que ojalá les fuera genial, que palante como los del Levante y que un acontecimiento así había que celebrarlo en toda regla, con borrachera incluida, cabronazos, que sois unos cabronazos, y cerró la puerta sin poder dejar de echar un vistazo a la botella de treinta euros, cantidad invertida para abrir el corazón de Pepa y cuyos beneficios seguramente iba a disfrutar su mejor amigo.



9



Al filo de la media noche Héctor se columpiaba entre las sombras de los edificios, el tranco escaso y el lomo curvo de animal desterrado, maldiciendo el bochorno y escupiendo augurios catastrofistas, mierda de tiempo, ¿tú te crees, a quien se lo digas, las horas que son y el calor que hace?, ojalá se deshaga el Polo Norte y nos ahoguemos todos de una puta vez, empezando por Pepa y acabando por el argentino.
La indolencia de los domingos por la noche reducía el bullicio de la ciudad a esos pocos latidos que presagian el estallido laboral del lunes. Se oían los tacones de los rezagados, el rumor metálico de los cubetos de la basura, los bronquios obstruidos de los mendigos. La piedra del mechero de Héctor resonaba como una carraca bajo la bóveda celeste, a ratos roja, a ratos azul, según el reflejo de los semáforos o de los carteles luminosos de los bancos. Sólo quedamos los vómitos, polillas que proliferamos en los destellos de neón y morimos al alba sin dejar rastro. El matiz agorero de su propia sentencia lo estremeció hasta tal punto que el humo del cigarro se le cortó en los pulmones como un charco de nata en mal estado.
Catorce horas después de saberse el hombre más feliz de la tierra, las vidas de los otros le parecían casi envidiables. Un viejo arrastraba a su portal a un chucho de mamas colganderas, se pondrá el pijama recién planchado y dormirá de un tirón, agarrado a su mujer como un lactante y por la mañana muda limpia y a leer el periódico bajo la sombra de una acacia, mientras ella le prepara un caldito de verduras para que su riñón le permita comerse las uvas de la próxima Navidad. En las ventanas de los pisos superiores se recortaban las siluetas de quienes no consideraban un desdoro admitir que la hipoteca era la culminación de sus sueños, comida sana, cine familiar, proyectos tangibles para el día siguiente, mañana tú la compra, y yo los niños, hay que ir a por un chándal para Berta que no veas el estirón que ha dado este verano, un beso en los labios, una mirada de reojo al michelín y punto. Desde una esquina Héctor admiraba esa entrañable nadería. El del octavo está preparando la prueba del maratón, ha dejado de fumar y comer panceta tras el amago de infarto, los suyos lo admiran, desde hace semanas su mujer le prepara platos de pasta, sus hijos han sacado de su hucha dinero para comprarle una cinta amarilla y un calzón que le deja las nalgas al aire pero que le ha encantado, y en prueba de gratitud ahora él les lee un cuento al unísono con su mujer, bajo una lámpara con forma de media luna y una ranita simpática sentada en la punta; la del sexto acaba de superar una depresión y un cuadro de bulimia, anoche su hija y su marido dejaron sobre la cómoda una carta en la que le decían cuánto la necesitaban y tres billetes de avión para ir a Barcelona a comerse una butifarra, y el año que viene si ahorran, pues a París juntitos, haciéndose fotos en Notre Dame, cogidos de las manos; el tipo del ático observa el paisaje desde esa terraza por última vez, el mes pasado consideró la idea de lanzarse, pero ya no lo hará porque una hora antes se ha reconciliado por teléfono con su novia, el acuerdo ha sido emotivo, pero fácil, él estaba harto de los almanaques de su piso de soltero y le ha jurado por la memoria de su padre que no volverá a levantarle la mano, ella le ha creído, ya no aguantaba el ritmo a la jauría de solteronas empeñadas en fortalecer cada tarde los pectorales que cada noche, como trozos de arcilla, reblandecían los artistas de la carne.
Entró en casa estragado. Todo estaba a oscuras y silencioso como las noches en que regresaba a las tantas de cenar con los amigos. A tientas cruzó el pasillo y encendió la luz de la cocina. Trató de escuchar algún movimiento delator, quizá Adela lo esperaba, pero durante un rato sólo percibió el motor de la nevera. Mientras se le ocurría algo la abrió y se comió una manzana sin pelar. En la puerta del congelador había una nota antigua, comprar desodorante y un cartucho de tinta. Era la letra redonda de Adela, la última que había escrito y que Héctor venía leyendo desde hacía semanas. Le extrañaba que ella aún no la hubiera quitado con lo amante que era del orden, le da igual todo, debe de llevar mucho tiempo pensando en dejarme. Llegó al salón de puntillas. Adela tampoco estaba. Y se quedó de pie mirando el segundero del reloj y la banderilla encima de la tele, luego carraspeó un par de veces a ver si era correspondido. No hubo suerte. A Héctor la disputa de la víspera le quedaba muy lejos, nadie llegaba a un acuerdo tan grave en un par de horas, aún podían recapacitar, a lo mejor se trataba de un simple reyerta, un calentón de domingo que convenía desactivar lo antes posible, una relación no puede terminarse así por las buenas, como un castillo de naipes, sin más ni más, toda una historia en común borrada de un plumazo, Jaime, el amor, todo... Después de apurar la manzana el cuerpo le pedía despertarla, gritarle, descoyuntarla, hacerle reaccionar, no Adela, esto no puede acabar así, desatascar sus sentimientos, necesitaban llorar juntos, insultarnos, y luego comernos a besos desde los pies hasta las orejas, sí, hacer proyectos, comprarle un chándal, apuntarlo a kárate, salir los tres a pescar, correr la maratón, irnos a Barcelona a comer butifarra. Se deslizó en la alcoba furtivamente y se plantó delante de la cama. Durante varios minutos escuchó la respiración acompasada del sueño profundo. Semejante tranquilidad le parecía una despreciable falta de respeto. Presentía que, de no impedirlo, esa mujer estaba a punto de sacudirse la memoria y de volatilizarse para siempre como un cuerpo del pronto hecho aire. Tenía que despertarla, recuperarla, lograr su abrazo, anda, bobo, ¿cómo no te voy a querer?, ven aquí, pero nunca, nunca más vuelvas a decirme eso, prométemelo.
Tras concederse una prórroga de cinco minutos, huyó al salón, se sirvió una copa del anisete que todavía quedaba, apuró un par de colillas y se dedicó a observar el recorrido del segundero en el reloj de pared, cinco vueltas completas, luego veinte más, seguro, cada vez que la aguja alcanzaba las doce, de que Adela abriría esa puerta como un muñeco de cuco, ojerosa, angustiada, recitándole cuánto lo necesitaba, te necesito, te necesito, te necesito, se abrazarían en el sofá y caerían en la alfombra y (claro) harían el amor, hasta desollarnos el alma. En vista de que tres copas más tarde no se había producido novedad alguna, pegó la oreja a la alcoba y percibió la misma armonía respiratoria que una hora antes.
Tentado estuvo de echar la puerta abajo, no me faltan razones, sin embargo se fue al pasillo, cogió su bolso y entró en el baño. Allí se desnudó, se puso el albornoz de Adela, curiosamente blanco como el de Pepa, y para evitar el reflejo del espejo se sentó sobre la tapa del retrete y apoyó la nuca en el borde de la cisterna. Después de nueve años se acababa de dar cuenta de que los azulejos estaban decorados con motivos florales rojos y amarillos, cada tres lisos uno con flor. En cambio junto al suelo todos eran lisos, tal vez ya no les quedaban o prefirieron ahorrar un dinero pensando que la gente no se fijaría en los detalles a esa altura, yo, desde luego no me había dado cuenta. Orinó sentado, dejó caer los calzoncillos junto al bidé y así continuó, jugueteando con la cremallera del bolso y rozándose los testículos en la zona de la prenda donde imaginaba que solía rozar el sexo de Adela. El tacto del tejido y ese bolso abierto lo enardecieron. Notaba que todos sus músculos se dilataban y contraían al ritmo marcado por el corazón. Estaba excitado. Y prosiguió cimbreando el vientre y hurgando entre sus pinturas mientras vigilaba el pomo de la puerta. Dos entradas de cine, un pintalabios, una compresa, varios recibos del cajero, un pasquín publicitario con gruesas letras negras impresas en la parte superior: “Gimnasio Osvaldo”. A él mismo le habían ofrecido el papel en el centro comercial, pero yo no lo he cogido, maldita sea, y ella sí, ahí está la diferencia, yo no, ella sí.
Siguió contando flores. La salitre del sudor penetraba en la comisura de sus labios. Presa de los nervios, intentó guardar en el mismo orden todos los trastos y dejó el bolso en el perchero, salvo el papel que quedó inmovilizado en el puño de su mano derecha. Luego se paseó arriba y abajo, agitándolo como si pretendiera marearlo. Tenía que deshacerse de él. Estudió con urgencia cada posibilidad, desde precipitarlo por la ventana a enterrarlo hecho trocitos en el cubo de la basura. Luego de optar por esta última solución se arrepintió y tuvo que rescatar cada papel de entre las peladuras, las cáscaras de huevo y los cartones de leche semidesnatada. Concluido el rescate, se apropió del cenicero, volvió a encerrarse en el baño y procedió a su incineración. Una vez se hubieron consumido los restos, sacudió las cenizas en el retrete y tiró dos veces de la cadena.
Luego ya pudo recuperar el ritmo cardiaco. Se lavó las manos tres veces, sustituyó el albornoz por una toalla y entró en el dormitorio. A tientas se desplazó a su lado habitual, pero había un bulto pequeño. Jaime. Por primera vez en mucho tiempo sintió deseos de llorar, de llorar de verdad, desconsoladamente, gritos desvergonzados de plañidera, aullidos lunares de lobo bueno expulsado de la manada. De puntillas se fue al lado derecho, allí había un bulto grande; Adela. Entre ella y el borde quedaba un espacio de unos treinta centímetros que él consideró de cortesía y de inmediato se dispuso a ocupar haciendo el menor ruido posible. La barriga del intruso, claro, se vio obligada a desplazar el muro de la espalda ya instalada para que el contrapeso de las nalgas, ahora justo en el borde del colchón, no arrastrara al vació el resto del cuerpo. Así permaneció como un leño grueso, la mano izquierda recta sobre su propia cadera, aguardando el momento oportuno para desplazarse a la cadera izquierda de su mujer. Mucho tiempo después, entumecido por completo, su mano alcanzaba el objetivo. Su siguiente paso, ya más ambicioso, consistía en elevarla hasta su pecho (derecho) y decirle algo. No tuvo margen. Con un movimiento eléctrico del codo, Adela devolvió la mano infractora a su lugar de origen.
-Estate quieto, por favor, que vas a despertar al niño.
-Perdón, sólo quería abrazarte.
Ahora notaba un frío polar en la punta de los dedos. No podía evitar acercarse al foco de calor que irradiaba ese cuerpo tibio, torpe y obstinadamente, como una polilla. Deseaba acercar su mejilla a su hombro, empotrarse entre sus piernas y mandarle un mensaje de paz.
-¿Qué te parece si nos vamos a Barcelona, los tres? A comer butifarra, nada de deporte, que te estás quedando en los huesos.
-Hueles a tabaco. ¿Has bebido?
-No, qué va, un chupito sólo.
-Vale, pues ahora cállate, que vas a despertar al niño.
Perfecto, no me ha dicho que me marche ni que retire la mano, la conozco, mañana arreglaremos todo, tengo que explicarle lo ingrato que he sido, borrón y cuenta nueva.
-Te quiero –le susurró al oído Héctor.
No obtuvo respuesta. Transcurrido un buen rato, el hombre se fue serenando y se atrevió a cerrar los ojos, tal vez porque su posición le impedía advertir que los de su mujer seguían despejados, horadando la última pared que aún la separaba de la ciudad.

No hay comentarios: