lunes, 18 de junio de 2007

Amador



Tras una pausa de sesenta años, Amador y Aurora se adentran de nuevo juntos en el bosque de las acacias. El mismo río a la izquierda, a la derecha el ribazo siempre seco, a sus espaldas la estela de polvo que levantan los pies al arrastrarse. Avanzan cogidos del brazo. Amador, muy rígido, acorta el paso como si temiera que un brusco movimiento pudiera hacer añicos los huesos de su compañera. Procura disimular los latidos de su corazón desbocado, pero no atina a deslizar el saludo tranquilizador. Cierto que sesenta años dan de sobra para componer discursos amorosos. Mientras aguardaba el momento había memorizado todas las metáforas posibles, los requiebros más líricos. Esta mañana al afeitarse ya sospechaba que hoy tendría lugar el reencuentro, sin embargo tan repentina culminación de sus deseos ha desactivado los resortes de un cerebro que ahora sólo le permite mirarla de reojo y tararear melodías. Ajena a los silencios de Amador e indiferente a los esfuerzos por evitarle los tropiezos, Aurora camina encorvaba, sin disimular su cojera. Acaso deslumbradas por el brillo de la vegetación, sus pupilas han buscado refugio en algún rincón umbrío de su mente enferma.
-Mi abuelita me quiere cortar el pelo, dice que hay hombres en la luna pero yo no me lo creo, mosquitos sí debe de haber allí arriba, que están en todas partes, pero hombres, no, ¿cómo van a subir?, en bicicleta no pueden, aunque a mi me gusta montar en bicicleta, mi abuelita me regaló una roja para mi cumpleaños, pero le he dicho que no que no pienso cortarme el pelo, quiero que las coletas me lleguen al suelo.
Bajo el hilo de su voz, quizá camuflado en el ritmo de su acento, Amador quiere percibir el eco de aquellos gritos que un día fueron capaces de reventar la bóveda celeste. Entonces, a sus catorce años, gritaban y corrían y se intercambiaban sin pausa el frescor de sus bocas. Durante los dos años de noviazgo no cesaron de reír, besarse y soñar. El universo violeta del primer amor se postraba ante ellos para mostrarles que, bajo su tutela, sueño y realidad confunden los límites, la pasión es un sentimiento incombustible alimentado con la energía de sus almas y el tiempo un lacayo bonachón dispuesto a edificar con cimientos de hierro las caprichosas imágenes de sus deseos. Y ellos se sabían habitantes perpetuos de un mundo infinito que terminaba en los ojos del otro.
Cada tarde, cuando ella salía del colegio y él concluía su jornada en el silo, se reunían en la fuente de la plaza y se marchaban a amarse a su retiro del bosque, a la izquierda el río violeta, el ribazo violeta a la derecha, tras ellos la estela de polvo violeta que la estampida de sus pies levantaba del suelo. En la falda de una colina casi inaccesible levantaron un laboratorio procesador de utopías. Junto al tronco de la acacia con sus iniciales esculpidas, se tumbaban ofreciendo los rostros al sol y se tocaban poseídos por la urgencia insaciable de los amores que nunca acaban de apurarse. Dilataban las horas bajo el rumor de las chicharras, ofreciéndose besos que sabían a tomillo y espliego y miradas huérfanas que horadaban la piel como polluelos inermes con la esperanza de disolverse en las entrañas del otro. Llegaba más tarde el momento de renovar las promesas, más que por temor, porque habían descubierto que allí los sueños invocados tenían la consistencia de lo vivido. No, ellos serían distintos, tú dentro de mí, yo dentro de ti, jamás los separarían, antes muertos, no seremos como mis padres que no paran de insultarse ni como los míos que nunca los he visto darse un abrazo. Claro que no, nosotros nos besaremos de la mañana a la noche, las manos tan pegadas que ni un huracán pueda despegarlas, sí, aquí, en este claro levantaremos nuestra casa, a mil kilómetros de la civilización, y plantaremos dos árboles, dos pomelos, por favor, desde luego, dos pomelos, justo aquí, uno frente a otro para que algún día terminen uniendo sus ramas, y podamos verlos siempre que queramos desde la ventana del salón.
-¿Cuánto tiempo viven los árboles?
-Al menos doscientos años, pero cuando ellos se hayan secado nosotros aún estaremos juntos.
-¿En el cielo?
-En el cielo, Aurora.
Desde luego que sí, en el salón tres ventanas con los postigos de madera, ¿y un reloj de cuco?, y un reloj de cuco, por supuesto, a este lado la chimenea y una alfombra, ¿de qué color?, ¿te parece azul?, mejor verde, verde como tus ojos, y frente a la ventana tu mecedora para que observes los pájaros mientras yo corto leña. Cuando vaya refrescando encenderé el fuego, podré dos tazas de café a calentar, no me gusta mucho el café, no te preocupes, nos gustará cuando seamos viejos, y nos taparemos con una manta y nos quedaremos mirando el cielo, cogidos de la mano, hasta que salgan las estrellas.
Al cumplir los dieciséis años, sus planes sufrieron un leve contratiempo, nada que el amor no pudiera remediar. La familia de Aurora había decidido mandarla a estudiar a la ciudad. Se marchó a comienzos del otoño. El día de la despedida en la estación, no necesitaron rubricar sus promesas. Desde el autobús, el semblante triste de Aurora buscaba por detrás de sus padres y de su hermana el gesto sereno de Amador emplazándola para el verano siguiente. Nueve meses después, Amador, vestido con un traje negro, la aguardaba en el mismo sitio. La vio bajarse, mayor, más hermosa que nunca. Esta vez Aurora se demoró abrazando a los suyos y, al cruzarse con él pasó de largo sin dispensarle otro regalo que el arrebol de sus mejillas avergonzadas. No desesperó Amador ante el desplante, ni siquiera trata de alcanzarla , consciente de que la fuerza del amor que un día creciera entre ellos estaba a salvo, incluso de las veleidades de los amantes. El verano siguiente, la expresión de Aurora al verlo de nuevo plantado en la estación fue de incomodo, a partir de ahí ya sólo hubo indiferencia y olvido.
Desde entonces y durante más de medio siglo Amador no hizo otra cosa que espiarla impasible cuando regresaba al pueblo a pasar sus vacaciones estivales. Jamás alteró sus costumbres. A lo largo del invierno seguía trabajando en el silo, luego se recluía en casa o desaparecía en el bosque sin que nadie supiera a ciencia cierta el motivo de aquellas misteriosas excursiones. El uno de julio Amador corría a la estación para cumplir la liturgia del recibimiento con la ilusión del primer día. Bien afeitado, dentro del traje negro, la veía bajar del autobús y luego la seguía hasta la plaza, se sentaba en el banco y esperaba. A finales de agosto Aurora se marchaba y Amador, puntual como la caída de las hojas, se evaporaba hasta el verano próximo. En el pueblo empezó a gastar fama de misterioso y taciturno. Al principio su férrea terquedad inspiraba entre sus allegados la admiración que a veces generan los hombres marcados por el trágico sino del desamor. Luego su perseverancia fue entendida como el desplante atolondrado de alguien que había perdido la noción de la realidad. Por último, su figura negra, quieta en mitad de la plaza, fue asumida como una columna más del mobiliario urbano.
Sentado en ese banco la vio pasear con su novio, con su marido, con su primer hijo, con su segundo hijo sin obtener a cambio la recompensa del saludo. Los niños fueron creciendo, y más tarde los nietos, mientras el tinte de su traje perdía lustre y su mentón afeitado encanecía. Aparecieron edificios de seis plantas, asfalto, semáforos, todo fue transformándose salvo su ilusión siempre intacta y el banco de madera que el pleno del ayuntamiento en un gesto de lealtad comunal decidió mantener junto a los nuevos de metacrilato. Y allí aguantó cuando la viuda regresaba sola con sus nietos y también cuando finalmente los rigores de la demencia senil aconsejaron su traslado definitivo al pueblo para que recibiera los cuidados de su hermana menor. Desde entonces, el jubilado Amador, ya fuera verano o invierno, tenía la oportunidad de verla a diario, su sombra recortada a través de los visillos o tomando el fresco en la puerta de la calle, el gesto ido, mientras su hermana hacía ganchillo.
Esta mañana, al colocarse los restos de la chaqueta, Amador ha considerado que había llegado el momento de acercarse. A las siete en punto ha salido de su casa, ha dejado a un lado el banco y se ha encaminado directamente hacia las dos mujeres. Desde los bares de la plaza a nadie ha pasado inadvertido la alteración de un hábito que los más viejos llevaban contemplando desde mozos. Algunos no han podido reprimir una alusión de sarcasmo, a otros les ha sacudido un respingo de emoción.
-¿Vienes?
Su hermana ha tenido que darle permiso, ya que Aurora no parecía escuchar.
-Date un paseo con ella, te lo has ganado. Pero no tardéis.
Amador la ha levantado del brazo y ella ha obedecido dócilmente. Así han atravesado el pueblo y se han internado, sesenta años después, por el bosque, a la izquierda el río a la derecha el ribazo siempre seco. Ella hablaba de la luna y él veía a su amada sin necesidad de cerrar los ojos.
Ahora se detienen a un lado del camino, frene a la cabaña que hay en el claro. Desde el umbral de la puerta Aurora repasa con detenimiento todos los objetos del cuarto, el reloj de cuco, la alfombra verde, los postigos de madera, la chimenea y la mecedora junto a la ventana donde se acaba sentando. Amador aguarda expectante. Tras una larga pausa Aurora recupera su locuacidad.
-¿Tú has estado en Marte? Allí seguro que no ha llegado nadie, bueno sí, los marcianos, mi abuelita dice que no existen, pero vaya si existen, el otro día salió uno en la tele.
Por vez primera en su vida Amador se siente desfallecer. Ni siquiera el obsequio de su mejor sueño puede rescatarla del olvido. Quizá sólo se trate, como piensan todos, de un viejo loco engatusado por las extravagancias de una memoria que engordó su ilusión nutriéndose de delirios. Aurora va agotando poco a poco su exposición. Al otro lado de la ventana parece reparar en dos pomelos gigantes con las copas entrelazadas.
-Mira, Amador, ya se han juntado las ramas.
Desenvolviéndose con la naturalidad de una costumbre que cada tarde durante sesenta años había vivido sentado en su banco de la plaza, Amador sale al porche y corta unos troncos de leña. Enciende luego la chimenea y prepara un puchero de café. Después de atrancar la puerta, deja las dos taza en la mesita y cubre las piernas de Aurora con una manta. Cogidos de la mano van siguiendo la caída del sol y la aparición de las primeras estrellas.
-Se hace tarde, voy a ir poniendo la cena.

No hay comentarios: