lunes, 18 de junio de 2007

Mi familia


MI FAMILIA


Bueno, bonita, pues bienvenida a casa. Ésta que ves es mi familia y, a partir de hoy también la tuya. Impresiona, ¿verdad? No sé si recuerdas todos los nombres. Repetimos. La muchacha de gafas que está sentada en el salón es Eva, pelín seca de entrada, a qué negarlo, pero ahí donde la ves, bajo esa mata de pelo rizado se esconde todo el saber de la Biblioteca de Alejandría, y aún le sobra espacio en el entrecejo para guardar la Enciclopedia Británica. Hazte el cargo de sus remilgos, comprende que no es fácil para alguien acostumbrado a relacionarse con la mentes más lúcidas del Parnaso, saludar de pronto a una desconocida sin pedigrí. No le des más vueltas, yo creo que te resultará más sencillo intimar con Candelas, la que canturrea en la cocina. Ésa sí es una mujer transparente, al pan pan y al vino vino ¿me sigues?, todavía no se acaba de creer que el hombre haya pisado la luna, pero, a lo que importa, puede pasarse veintitrés horas y media amasando croquetas, y a las once y media sacudirse la harina, remangarse el delantal y liberar todas tus tensiones de la jornada antes de regresar al tajo hasta la noche siguiente, que, al cabo, es su principal obligación. ¿Cómo te diría?, sí, Candelas es una profesional como la copa de un pino. Claro, que a mí me da que con quien de verdad vas a hacer buenas migas es con Lilí, aún no la has visto, está durmiendo en el cuarto de al lado y la tía puede pasarse semanas sin poner un pie en tierra; su reino es la cama, igualita que tú. Y ése de ahí enfrente que no deja de observarte se llama Juan y, a partir de hoy, será tu hombre. No te asustes, verdad que al principio impone, pero todo es fachada, en cuanto te olvides de la cicatriz que le atraviesa el pómulo y te acostumbres a ver el hueco de su ojo izquierdo, te parecerá un tipo normal y corriente. Quizá no derrocha cariño, seguramente no lo contrataría como vendedor a domicilio ni le encargaría el cuidado de un hijo mío, pero te aseguro que tras ese mascarón carcelario se esconde el alma de un osito de peluche. No te arriendo la ganancia si le fallas, te lo advierto, pero si sabes torearlo un poco, te seguirá al fin del mundo como un perro faldero. Y yo, Pedro Sombra, para servirte en lo que te haga falta, y ahora, en la foto de familia, tú también, tanto monta monta tanto, así que no me pongas esos ojitos de carnero degollado, reina. ¿Acaso no te gustamos? ¿Es que prefieres pudrirte en el fango de un hospicio, sola, o aparecer cualquier día con el vientre hecho picadillo en un charco infectado de ratas? Encima que te vamos a dar un porvenir y todo nuestro amor sin reservas, vas tú y nos lo pagas gimoteando y retorciéndote, mordiendo la mano de quien te da de comer. ¿Te parece bonito, eh? Y estate quietecita un rato. Vamos, relájate, que así no voy a acabar nunca. Respira hondo, eso es ¿ves qué bien? Si te pones nerviosa no hace falta que mires, tú cierra los ojos y piensa en lo que más te guste. Yo que sé, en flores, por ejemplo, piensa en margaritas, una pradera llena de margaritas y tú paseando tan pancha a cámara lenta como en los anuncios de colonia. Va, por favor no me escondas el brazo, tontona, un segundo, ya está. ¿Ves como no duele, reina? Si colaboras te prometo que en una hora estarás lista. Además, yo no tengo la culpa de nada, a reclamar a Juan, que a mí ni me va ni me viene, que esta familia es un órgano colegiado y todo se aprueba por consenso. Luego yo me remito a cumplir órdenes y punto. Y si tienes alguna propuesta de mejora, lo dices, pero sin gritar, porque te prevengo que por muy osito de peluche que sea, los llorones le sacan de quicio, y él no se anda con tantas contemplaciones como yo, él ni flores ni leches, a lo bestia. ¿Entendido? Venga tonta, sé buena y estira el otro brazo, que lo estires, coño, ya está, ya está, perfecto. ¿Duele?, pues claro que no.
Te preguntarás que de dónde hemos salido, ¿no? Bien, si me prometes ser una niña buena, te lo cuento. Va, boba, no seas chiquilla, que pareces una bruja con el rímel corrido. Tú lo que tienes que hacer es adaptarte a tu nueva vida, que aquí no nos andamos con etiquetas, aunque, claro, deberás respetar una serie de normas, no sé, poca cosa, pedir permiso antes de hablar, no salir jamás de la casa, comer cuando él haya terminado, mantenerte despierta hasta que se duerma, no mirar nunca a otro, en fin, es un poco posesivo y celosón el hombre, qué le vamos a hacer, ah, sí, le molestan los estornudos, es que tiene los oídos muy sensibles. Al principio a lo mejor te parecen un poco estrictas, pero aquí uno se acostumbra rápido, por la cuenta que le tiene. No creas, a mí también me supuso lo mío aprender a convivir de pronto con tanta gente, cada uno de su padre y de su madre, como yo digo, pero luego compensa, no sé, recibir el calor de los tuyos en las frías noches de invierno, contar con un abrazo cuando la niebla se apodera de tu corazón, robar una sonrisa cuando tu frente bulle a treinta y nueve grados y medio por culpa de una gripe. Eso, te lo digo de verdad, eso no tiene precio. Y que conste que hace apenas un par de años yo era el típico engreído y reservado, como tú, vamos, un aislado del mundo, un defensor a ultranza de los beneficios de la soledad. Cualquier alteración del orden me molestaba. Y, mira, cambié, como un campeón, me dije a cuenta de qué este empecinamiento en seguir solo, ¿qué gano? y, vaya, te juro que desde entonces soy el hombre más feliz que pisa la tierra. Y me gustaría que tú también lo fueras, así que deja de moverte de una maldita vez y empieza a colaborar en tu felicidad, no se me vaya a ir la mano. ¿Vale? Mucho mejor, reina.
De joven, el ejemplo de mis amigos no hacía sino confirmar mi tesis. Desde mi pedestal veía cómo uno tras otro se precipitaba en la desesperación más absoluta cuando se asociaba a otro individuo, pobres imbéciles. Los que se casaron con una chacha, hartos de comer siempre la mejor tortilla del mundo y de llevar los pañuelos planchados, suspiraban por una mujer fatal; los que eligieron a la mujer fatal, hartos de preservativos de colores e intercambio de parejas, añoraban una buena tortilla y el pañuelo planchado; y, los que recelando de chachas y lúbricas, se decantaron por la unión intelectualizada, hartos, peor aún, ahítos de cine checo y conferencias sobre el 0,7, suspiraban por ver un buen partido de fútbol los sábados ante un pincho de tortilla y acostarse luego con una liberal que no exigiera media docena de endecasílabos antes de permitir el menor movimiento de tus manos. Todos me envidiaban ¿Y los solteros?, casi peor, en tropel como un banco de camarones, comprobando a altas horas de la madrugadas cómo, niñas que podrían ser sus hijas, preferían bailar con muchachitos plagados de acné, preguntándose tras la resaca del día siguiente si no vivirían más tranquilos pagando una hipoteca y alimentando los sábados junto a sus niños a los patos del estanque, como hace todo hombre decente. Y yo mientras tan a gusto, solito, a lo mío, manejando la brújula de mi destino sin rendir cuentas a nadie. ¿Me pasas la pierna, por favor? No te pongas tan histérica, sí, tú grita más, idiota, verás como venga Juan. ¿No ves que para ti ya se han acabado las penas? Mira, ya está, ¿a que no te has enterado?
Pues eso es lo que me pasaba a mí, que no me enteraba de la película, es lo que yo digo, que el hombre nunca sabe valorar lo que tiene, yo qué sé, que tiene un perro, pues quiere un gato, que tiene un gato, pues quiere un perro, ¿entiendes por dónde te voy? Y a mí al final me pasó lo mismo, que me harté. Después de quince viviendo solo, quince años, que se dice pronto, pues como que algo fallaba, ¿qué carrera podía hacer de mí, ahí encerrado como un ermitaño, persuadiéndome de las ventajas de la soledad? Mentira cochina el supuesto prestigio de los hombres solitarios, esos soñadores de barba de tres día pisando la hojarasca de parques umbríos, los fareros bebiendo Nescafé mientras escriben mensajes que lanzan luego al mar..., bobadas de la televisión. Porque la verdad es simple, hija, no hay nada peor que seguir comiendo solo a los cuarenta y un años, que cualquier día te denuncian los vecinos por mal olor y suben los bomberos y te encuentran fiambre. La vida es más larga de lo que parece, del trabajo a casa y de casa al trabajo diciendo qué bien se está, pero así no se está ni medio bien, eso te lo juro por quien sea.
Mis amigos se habían precipitado, pero yo contaba con su experiencia para evitar errores. Claro que, a ver dónde iba ya con esa edad, con el arroz más pasado que yo qué sé. Menudo cuadro Oye, jovencita de dieciocho años y carnes rosadas, pues mira que estoy solo, ¿quieres venirte conmigo? Además, en fin, que la gente es mala, como yo digo, que el hombre es un lobo para el hombre. En mi oficina mismamente, todos me miran desconfiados, como si fuera un bicho, ¿sabes? Ya me dirás tú si tengo cara de bicho. Cuando entro al baño, salen disparados, ja, se creen que no me doy cuenta, y murmuran a mis espaldas y no me invitan a participar en sus porras, hasta el jefe, siempre de broncas y risitas con los demás, y a mí no me dice ni media, ya trabaje mucho, ya me toque la barriga. Y en la calle igual, el otro día entro en un cine, me siento al lado de una chica, sin darme cuenta siquiera, no te creas, y cuando se apaga la luz, va la muy guarra y se cambia de sitio, y los niños empiezan a llorar sin ton ni son si me paro a verlos jugar y se largan corriendo, mi madre cuelga el teléfono cuando la llamo, hasta los perros dejan de ladrar como si tuviera aspecto de empleado de la perrera municipal, todos gentuza, se creen que me chupo el dedo, hay un complot en contra mía, sí señorita y con gente muy gorda detrás, quieren acabar conmigo, lo sé de buena tinta, pero te juro que aún no ha nacido quien pueda conmigo, antes me lo llevo por delante, reina. Date la vuelta, que te toca la espalda, no tiembles, mujer, que se me va el puso, gentuza, vaya, están confabulados contra mí, quieren hundirme, no sabes tú lo mala que es la envidia, espero que no seas como ellos, ¿eh, bonita? No quiero que seas una mujer mala. Así que me dije, ¿qué hacemos entonces, Pedro?, ¿cómo puede uno acercarse a la gente si la gente es mala? Me costó mucho dar la con la solución del problema, pero al final, como yo digo, vi la luz tras el túnel.
En efecto. Maniquíes. Alucinante ¿eh? Me lo dicen tus pupilas dilatadas. Por favor, no me pongas esa expresión de ida, a ver, qué malo tenía probar, otros coleccionan sellos y no pasa ni media, ¿no? Te concedo que un maniquí presenta algunas deficiencias, igual, lo que se dice igual que un humano no es, de acuerdo, son reservados, tienen cierta tendencia al ensimismamiento y reaccionan lentamente, sin embargo acompañan sin exigir nada a cambio, te respetan, no ensucian, son diligentes y no te miran como si tuvieras cara de sospechoso. Total que me compré a Candelas. Quince años de patatas fritas y bocadillos estaban a punto de aniquilar mi estómago y lo que yo necesitaba era una buena cocinera, una mujer perfumada de lejía capaz de ordenar mis digestiones, así que la metí en un delantal y la puse en el fogón. Te parecerá una tontería pero era una manera de estimular mi alimentación. Sencillamente la imaginaba cocinando platos y así me obligaba a prepararlos yo mismo. No sé, por ejemplo, le decía al salir de casa, oye, esta noche salmón, y al regresar compraba el pescado, lo cocinaba y era como si ella me lo hubiera hecho. ¿Me sigues? Y no sólo eso, además hablábamos, vamos que yo decía, por ejemplo, estoy harto del trabajo, todos me odian, esta mañana he coincidido con Luisa en el ascensor a solas y se ha puesto pálida como si hubiera subido con el espectro de su padre, la muy zorra, y le hacía luego decir a ella, pobrecito mío, ¿qué te ha ocurrido?, y yo se lo explicaba todo con pelos y señales, vaya que si se lo explicaba, durante un minuto o durante dos días, lo que hiciera falta. Y luego se hizo tan natural que podíamos charlar de todo, las facturas, mis dolores de espalda, el colesterol malo, hasta de fútbol, como yo soy del Madrid a ella la hice del Atlético, y no veas cuando teníamos que hacer la quiniela..., vamos, que entre unas cosas y otras se me pasaba la noche en un pispás. Desde luego, dar con alguien hoy en día que posea la virtud de escuchar no tiene precio y Candelas era el interlocutor ideal. Y si de pronto no me apetecía verla, la guardaba en el escobero y punto. El único problema era que tanta sartén y tanta sobremesa me habían hecho engordar nueve kilos en seis meses. Mi estómago estaba lleno, mientras que, en fin qué te voy a decir, pues que otros órganos de mi cuerpo comenzaban a reclamar un poco de atención. Vamos, que necesitaba sexo. El asunto era que Candelas me cortaba el rollo, demasiado maternal, demasiado limpia no sé, batiendo huevos vaya que vaya, pero así, desnuda, como que no...
¿Solución? Ahí está. Una segunda mujer. Dicho y hecho, que me compré otra, le pinté un lunar en el pómulo, peluca rubia, la vestí con un picardías y la dejé encima de la cama de la habitación de al lado, luego le practiqué una incisión con este cortafríos en la zona perineal, otro agujero de mi tamaño entre los labios y la bauticé: Lilí. Menuda tía, no creo que haya existido otra mujer más dispuesta a satisfacer mis fantasías sin decir jamás esta boca es mía, nada de dolores de cabeza, nada de reglas; por la mañana, por la tarde, en cualquier postura, lascivia pura, la máquina más perfecta de hacer el amor que uno pueda imaginar, así que seis meses después ya estaba de nuevo en mi peso.
Vamos, despierta, bonita, no te me desmayes ahora que viene lo interesante, necesito que te gires y poco y te destapes el hombro, venga, va, déjate de melindres, tú piensa en margaritas y atiende. Pues a lo que iba, que la cosa no acabó ahí como puedes suponer. Empezaba a volverme ambicioso. Satisfechos los instintos primarios, como yo los llamo, ahora era mi mente quien reclamaba su dosis de satisfacción. Las neuronas de Candelas sólo se estimulaban ante un buen sofrito, Lilí era dueña de un pensamiento pélvico ajeno a todo asunto que no le cupiera en la vagina, era un poco guarrilla, las cosas como son., pero nada grave que no pudiera solucionar una nueva adquisición. Me compré a Eva y punto, la que has visto en el salón, traje negro de chaqueta, gafas de carey y formación universitaria. Con ella sí que se podía abordar cualquier tema metafísico, el amor, la soledad, la literatura, incluso le leía y comentaba mis escritos de juventud sin provocarle nunca un bostezo. ¿Bonito plan, eh? Si me apuras genial. El sueño de todos mis amigos fracasados hecho de pronto realidad; como yo digo, una furcia en la cama, una criada en la cocina y una dama culta en el salón. Lilí practicándome felaciones sin dejar de cantar, Candelas alimentándome el buche y Eva el alma; el paraíso, vamos. Te juro que fueron unos meses de puro vértigo. Tocaba el cielo con los dedos, como yo digo. Relaja la pantorrilla, bonita, venga, cuerpo laxo, cuerpo laxo, no sé a qué vas a esperar para relajarte. Tú dirás que vaya un tío feliz, ¿no? Pues sí pero no, ¿qué quieres que te diga? quizá sea cierto eso de que los hombres tienen el espíritu demasiado volátil, puede que la felicidad sin fisuras te ahogue en un mar de pétalos de alegría, tal vez me falte reposo para valorar los aspectos positivos de la rutina, levantarte un día y decir, joder, qué feliz soy, y el siguiente, joder qué feliz soy, y al final, joder, mierda de felicidad ¿Comprendes, no? Un suponer, es como quien tiene un perro de pura raza y de pronto va y dice, asco de perro, donde esté un gato. Pues eso justo.
Después de seis meses de dicha estaba que me subía por las paredes, ¿te imaginas?, hasta las pelotas de tanto perro; tú me dirás qué cuerpo aguanta ganar el cupón de los ciegos un año seguido, todas las semanas, menuda condenación. Pues eso es, que el cuerpo me pedía un poquito de frustración para valorar lo que tenía. Yo qué sé, por ejemplo Candelas, pues no era plan, terminé un poco asqueado, viéndola como un saco de amontonar calorías a un ritmo de pastelería industrial, causante de una capa adiposa de tal envergadura que para evitar el colapso de mis venas debía quemarla con Lilí me apeteciera o no me apeteciera y cada vez me apetecía menos porque a ella le gustaba demasiado, ni una maldita jaqueca que me permitiera un descanso o un enfado, ni una mala cara, ni una pausa menstrual, nada, hija, igual le daba que me pasara diez días rascándole el hombro como que la sodomizara sin regalarle a cambio ni una palabra bonita, al contrario, creo que así se excitaba más. Y eso tampoco es, que hay que tener un punto de dignidad, por favor, parar un poco al macho para que se siga encendiendo, ¿no? ¿Qué mérito tiene hacérselo con un felpudo? Y Eva, pues tres cuartos de lo mismo, una enciclopedia de noventa, sesenta, noventa, que, seamos sinceros, me superaba de pies a cabeza.
Creo que yo había sobrevalorado mi capacidad intelectual. En poco tiempo el poeta secreto leyó todas sus creaciones y le expuso las tres teorías de su edificio filosófico: que el amor es un invento de la literatura occidental, que el libre albedrío no existe y que el hombre es malo por naturaleza y la mujer mucho peor. Luego, ya no me quedó nada que añadir. Qué curioso, en poco más de mil palabras, un folleto, había exprimido toda mi pensamiento; el resto se redujo a aguantar sus rollos sobre Hume y el arte deconstructivista, mientras yo lanzaba miradas furtivas a la pantalla oscura del televisor, añorando aquellas tardes grises en que dormitaba ante cualquier programa sin gestos censores a mi lado. A ver, aprieta fuerte el puño, por favor, que si no, no te encuentro bien la vena, calla, bonita, calla, ni que te estuviera matando. A mí sí que me estaban matando esas tres desalmadas a fuerza de regalarme cuanto pedía. Tiranizaban mi sexo, mi estómago y mis neuronas. Todo se había vuelto demasiado previsible, ¿entiendes? Necesitaba un poco de emoción, algún imprevisto, tomar de nuevo la iniciativa, intercambiar los papeles, por ejemplo, ¿qué era eso de tener a la misma siempre en la cama, comer como le gustaba a Candelas, con demasiada sal y soportar después la cháchara pseudomarxista de Eva? Revolución, claro. Yo las había comprado, me pertenecían y podía hacer con ellas cuanto me viniera en gana y punto, lo que yo siempre digo que uno no puede dejarse pisar, que el hombre tiene que ser el dueño de su vida, el amanuense de su destino, eso es, el amanuense de su destino.
¿Quieres saber lo que hice? Agárrate. Saqué a Candelas de la cocina una noche, sin darle la más mínima explicación, que fuera aprendiendo, la tumbé en la cama y le arranqué el delantal sin que me temblara el pulso, era mía y punto, se acabaron los miramientos, le puse el picardías de Lilí y a ésta le coloqué el delantal y me la llevé a la cocina, y no veas qué sorpresa, eso sí, sin rechistar ninguna de las dos y más les valía así, que yo a buenas no hay quien me gane, pero cuando se me cruza el cable..., y le dije, vamos Lilí, se te acabó la buena vida, hazme algo. No veas, la pobre, lo aturdida que se quedó, picando cebolla por primera vez en su vida, creía que se rebanaba un dedo en cada tajo, pero no, me hizo dos huevos fritos, tiesos, vale, pero me los comí, porque había puesto interés ¿me entiendes?, y con el estómago lleno me fui a la alcoba. Eso ya fue un poco más duro, Profanar a mi Candelas eran palabras mayores, con su cara madre y el olor a desinfectante; a ver quién era el guapo que le proponía una felación, pero me lancé y cuando solventé sus dudas técnicas me la hizo, regular, vale, pero me la hizo y disfruté más que nunca porque veía la expresión del miedo y del asco en su rostro, la lucha, de eso se trataba, luego se negó a continuar, ahí ya mi placer fue la leche, que no, que si era una guarrería, que si tal, y yo encendido, maravilloso, mira que te rompo la cara, y se acoquinaba como una coneja y cedía entre lágrimas, y después me iba a la cocina y la otra también de morros, que si ella no había nacido para cocinera, que no soportaba el ruido de extractor, y fíjate que mientras me lo explicaba con el delantal abierto como que sentía ganas de nuevo y tiraba todo de la mesa como en las películas y ella que a ver quién lo recogía luego, por supuesto que tú, hija mía, y me largaba al salón con Candelas debajo del brazo y llevaba a Eva a la cama, y ahora ahí calladita hasta que yo vuelva, y ni se te ocurra soltar una palabra más por esa boca de pitiminí, ¿entendido?. Lo bien que estaba con Candelas en el salón, la televisión encendida, cuatro graznidos para comunicarnos, viendo el fútbol en calzoncillos, diciendo banalidades que la pobre celebraba como sutilezas. Y después volvía a la cama para pasar el rato con Eva, no veas lo que excita acostarse con una sabia, era como violar a Simone de Bouvoir en la tapia de un convento, tenías que haberla visto, descompuesta, tratando de racionalizar mis órdenes, ábrete de piernas, bonita, así se lo decía, ni poesía ni leches, y ella muy majestuosa, pero el truco no le valía porque al final tragaba como las otras, que ya sabes cómo son las mujeres en cuanto se les cae la máscara, todas iguales, todas unas hipócritas, unas furcias, asco de mojigatas, y no veas qué divertido, la Eva limpiando y batiendo huevos, la Candelas declamando versos de Sade y Lilí haciendo la compra, y si me apetecía, pues un trío y punto. De pronto, todo volvió a ir sobre ruedas, de nuevo me sentía partícipe de mi vida, hacedor de mi destino, como yo digo.
El único fleco era que tanta mujer junta acaba agotando, no sé, echaba en falta a alguien de mi sexo con quien compartir cosas nuestras, recuperar el pulso de la soltería, juergas, ya sabes, llegar tarde y bebido, reír hasta hartarme con chistes de mariquitas, despotricar de las mujeres, vamos, hacerles sufrir un poco. Dicho y hecho, el mes pasado compré cuatro hombres y me regalaron el quinto por buen cliente. Los coloqué en la habitación de la entrada, cinco machos, alrededor de una mesa camilla, la fiesta en casa. Nada más salir de la oficina me encerraba con ellos sin avisar ni nada y las tenía esperándome hasta las tantas sin dormir y que no me pusieran luego una mala cara, eh, pues venía de donde me daba la gana, pues no, no se me había ocurrido avisar, ¿pasaba algo?, y si la cena se ha quedado fría me la calientas otra vez, y las que hagan falta. Como ves, de nuevo la felicidad perpetua. Sólo faltaba doblegar su espíritu de sumisión, infectarles un fondo de rebeldía, ¿entiendes?, que me hicieran sentir el vértigo de un posible plante.
En realidad, necesitaba saber si me querían por mí mismo o por la ausencia de un oponente al que elegir. Y, ¿a que no sabes qué hice?, pues comprar al oponente, sí, Juan, ése que no deja de mirarte desde la puerta, uno noventa, músculo puro, ojo verde, silencioso como el viento en calma. Un competidor y vaya competidor. Ahí empezó a ponerse serio el asunto. Había sobrevalorado mis fuerzas otra vez, porque en cuanto lo vieron, esas tres furcias perdieron las bragas, perdieron la dignidad y se lanzaron a la caza como leonas en celo, tres hembras libidinosas prestas a cambiar de amo en un suspiro. Vaya cambio, verlo para creerlo. Candelas se pasaba el día confeccionando recetas afrodisíacas para su Juan y a mí, pan duro, incluso comenzó una dieta de adelgazamiento porque el otro había insinuado que estaba gorda; Lilí me dijo un día, así, a quemarropa, que gracias a su don Juan se había dado cuenta de que era pluriorgásmica, toma ya; y Eva, tres cuartos de lo mismo, te cito textualmente, que el arte era un sucedáneo, una sublimación de la vida, pero que ahora que Juan le enseñaba lo que era vivir, los temas filosóficos le importaban un pepino. La verdad, no sé qué veían en él, y así se lo decía, a ver, ¿qué tiene ese tío que no tenga yo? Y las tres se lanzaban miradas cómplices, ¿de verdad quieres saberlo?, pues claro, y, ¿a que no sabes qué me contestaban?, no te lo imaginas, que yo soy feo, aburrido y un amante leve, y se quedaban tan anchas. Lo del amante leve me lo dijo Candelas, pero seguro que se le ha ocurrido a Eva, menuda es la mosquita muerta. Feo, aburrido y amante leve. Estaba escrito que debía contraatacar. Y lo hice, desde luego. En un descuido inmovilicé a Juan, le perforé el ojo izquierdo y le hice ese tajo que ahí ves, de lado a lado de la cara, todo muy limpio, sin derramar una sola gota de sangre. Y en qué hora, hija mía, porque así les gustaba más todavía. A Lilí le recordaba a un antiguo novio proxeneta. A Eva se le figuraba un personaje de Conrad y a Candelas el golfillo a quien siempre deseo cuidar.
Lo peor ocurrió la semana pasada, llegué pronto del trabajo sin avisar, y me encontré un espectáculo dantesco, ahí las tres, en la cama con él, revolcándose como nunca antes se habían revolcado conmigo. Ninguna quería saber nada de mí, se me amotinaron, pretendían echarme. Tuve que negociar con Juan y aceptar sus condiciones para que me devolviera a mis mujeres. Por eso estás tú aquí, bonita. Ayer me dijo que cumpliría su palabra cuando le consiguiera para él una de carne y hueso, que, al muy delicado, el látex le produce alergia. Pero ¿cómo?, le dije yo. Muy fácil, me dice el tío, mañana por la tarde vas en busca de una prostituta, la engañas, la traes a casa, la atas a la cama fingiendo una sesión sado, la desangras, la metes en formol en la bañera que habrás llenado previamente y una vez disecada me la dejas en aquel cuarto; si obedeces, te dejo en paz. ¿Entiendes ahora, bonita, por qué estás aquí? Así que no te apures que no va a pasarte nada, es simplemente el peaje que hay que pagar, como yo digo, por ser uno más de la familia, la familia de Pedro Sombra.

Manual de un seductor


DE CÓMO SEDUCIR A UNA EXTRAÑA EN SU CASA


Siga usted en orden todas las indicaciones que a continuación le expongo. Llame a la puerta de la víctima una vez convencido de que se encuentra sola. Le garantizo que bastan cinco segundos para calibrar sus posibilidades de victoria. De entrada todas esbozan una mueca de contrariedad, pero no desespere. Visita intempestiva de un extraño a las nueve de la mañana. Es natural. Sólo de usted depende dulcificar su gesto. Proceda a presentarse sin dilación. Buenos días, señora, soy el técnico de mantenimiento de la red estatal de suministro de gas (por ejemplo); inspección rutinaria en la zona, si es tan amable y me permite, cuestión de minutos. Como ya sabrá de memoria el formulario previo, aproveche ese instante para interpretar las reacciones de la dama. Suelen escuchar en silencio, apoyando su sopor en el quicio de la puerta. Algunas sólo verán en usted al inspector y repararán en sus palabras con una curiosidad profesional, después elevarán una educada queja por el horario de la visita y tras solicitarle la tarjeta identificativa le conducirán a la cocina, en cuya entrada aguardarán a que finalice la tarea. Entonces no insista. Una retirada oportuna puede ser el preludio de su próxima victoria.
Para perseverar en el acoso deberá apreciar desde el comienzo en su víctima un levísimo rictus de bienvenida. En tal caso, la señora, más que en sus palabras, se fijará en el movimiento de sus labios, en el color de sus ojos o en el dibujo de la corbata, lo justo para percatarse de la humanidad del inspector, e inequívoco síntoma de que ha de lanzarse usted al abordaje. Una vez en la cocina aventúrese a tantearla iniciando una conversación insustancial, lo que sea, una disculpa, siento haberla despertado o un cumplido sobre su buen gusto (y el de su marido, claro está) en la elección del alicatado. ¿De verdad?, pues pensábamos cambiarlo. No lo hagan (pronuncie esa orden con simpática elegancia), es uno de los más bonitos que he visto y ya van unos cuantos, se lo garantizo. La señora se situará detrás de usted, pero no vuelva la cabeza, imagínesela sin mirarla; bata de seda, cabello graciosamente descolocado y brazos cruzados sobre el pecho. Mientras, demórese hurgando por todos lados y finja seguridad y destreza.
Cuando la señora se vaya despertando, también se hará cargo de la situación. Ciertamente debe ser un trabajo ingrato el suyo, andando siempre por casas ajenas y disculpándose por cumplir con su labor, ¿no? Bueno, eso depende.., dirá usted. Recuerde que conviene no quejarse demasiado ni hablar del gobierno ni del poco dinero que se gana, porque esas banalidades ya las dice su marido y de inmediato le relacionaría con él. No olvide que, aunque usted también sea esposo y pueda caer en la tentación de comportarse como normalmente se comporta con su esposa, ahora es un potencial amante, y a los amantes no les está permitido aburrir.
Limítese a divagar un poco mientras anota en su carpeta un garabato. Todo depende. Si la encuentra receptiva y pedante, puede lucirse con una plática guerrera de ribetes contestatarios, algo así como que el trabajo mecanizado nos aliena y mina nuestra personalidad, y selle después la frase con un ojalá dispusiéramos de tiempo para... (silencio y expresión soñadora, que cautivan mucho), para despertar al pintor al poeta o al actor que cada uno lleva dentro (proceda a tocarse luego el corazón con el lápiz). No se ría, no, no sabe usted el efecto que golosinas metafísicas de esta calaña pueden provocar en mujeres estranguladas por un entorno hostil. Seguro que ella le corresponde con idéntica mueca. ¿No me diga que se siente usted poeta? En cuanto entra en el juego ya es suya. Si, por el contrario, la dama demuestra mayor sagacidad, usted depurará su réplica de los aspectos teatrales y habrá de optar por una apreciación más sobria, pero no exenta de cierto calor, algo así como: no lo crea, siempre se encuentra algo agradable en cada oficio, uno se siente útil, habla con la gente, en fin, un rato de charla amena te puede compensar de otros sinsabores. Después proseguirá anotando de mala manera sobre las rodillas las conclusiones de la inspección hasta que ella se apiade y le invite a escribir sobre la mesa. Muchas gracias es muy amable, enseguida acabo.
Bien, ya está sentado, ahora falta que lo haga la víctima. En invierno se frotará los dedos y exclamará que hace frío, en verano se desabotonará la camisa y exclamará que hace calor. Si la cosa marcha, la señora, dependiendo de la estación, le ofrecerá café hirviendo o café con hielo. ¿Quiere una tacita de café calentito? Rechace la invitación alegando razones inconsistentes. No, ninguna molestia, está hecho, con calentarlo un poquito vale. Acepte y prepárese a gozar, porque si las señoras supieran la morbosa carga que encierra una retahíla de diminutivos lanzada sobre un extraño, serían mucho más pudorosas en el empleo de su lenguaje.
Acaba de hacer lo más difícil. Concédase un respiro y dispóngase a disfrutar de diez maravillosos minutos de su intimidad, a solas, con el marido muy lejos del hogar y acaso de la mente de su mujer. Ella le acompañará con otro café. En la mesa habrá dos sillas. Bajo ningún concepto se sentará en la del marido. Lo sabrá porque, como ocurre en su propia casa, él ocupa la más alejada de los electrodomésticos. Beberá el mismo café que el otro bebiera una hora antes y conversará con su esposa recién levantada, dormida aún cuando él se fue. Piense que está profanando ese ritual tan privado del desayuno al que nadie, fuera del entorno familiar, suele tener acceso. Y además puede observarla graciosamente despeinada, tal vez haya dormido mal, o tal vez sea el desordenado rastro capilar de una noche rauda y estéril (por supuesto). Admire su rostro desmaquillado, imperfecto y puro e imagine bajo su bata un camisón y un cuerpo de dunas blancas. Libérese, a usted le encanta fantasear con eso cuerpos recienlevantados de señora, el pecho danzante y esas piernas cruzadas donde uno podría calentar sus manos ateridas. Ahora bien, en ningún momento permita que la excitación le impida manejarse con la debida asepsia, y si advierte alguna flaqueza piense que mujeres como esa (elegida, dicho sea de paso, al azar), las hay en cualquier bloque del edificio.
Por la tarde la señora pondrá la corriente al señor. Pese a no haber ocurrido nada censurable, le relatará la versión oficial de los hechos. Obviará, por ejemplo, que le agradó la charla, que es usted un caballero interesante o que su boca es voluptuosa, puesto que el marido no calibraría esas apreciaciones en sus justos términos. Tenga en cuenta a este respecto que todos los maridos (como usted mismo cuando ejerce de tal) desarrollan durante el matrimonio un ancestral defecto: la idiotez. Por esa razón, una esposa no debe explicarle su atracción por otro hombre, so pena de recibir el calificativo de furcia o ninfómana. Su complejo de amo lo obliga a convertirse en abastecedor único de todas las demandas de ella, y no concibe que si él, ante una boca carnosa, suspira por morderla, su mujer pueda simplemente admirarla o aspirar a rozarla con los labios de su fantasía. Y, desde luego, ignora que si, llegado el caso, se apoderara de ella el mismo deseo irrefrenable, lejos de reprimirlo, lo convertiría en realidad (a mi experiencia personal me remito).
La víctima contemplará su nuca mientras le sirve el café. Sólo, gracias, sin azúcar. ¿Un cigarrillo? Acéptelo. Tenga en cuenta que su marido toma café con leche, vino con gaseosa y ron con limón. Llevan tomados un millón de cafés con leche. Desde hace tiempo su relación se reduce a un cúmulo de escenas formularias, repetidas de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Apacible tedio exento de emociones y contratiempos. Durante años él ha dejado el pantalón doblado de la misma manera, en el respaldo de la misma silla y los zapatos ocupando las mismas baldosas (incluso ella en su etapa más subversiva estuvo tentada de cambiar la disposición del mobiliario sólo por darse el gustazo de verlo perdido en la inmensidad de la alcoba). Todos los amaneceres frunce el ceño ante el espejo y silba la misma canción al afeitarse, y la besa con el mismo beso viejo al regresar. Ha cenado, cena y cenará con voraz apetito y ha hablado, habla y hablará con recurrente enfado. Ah, su pequeño gruñón, tan previsible y necesario.
En el fondo, usted se limita a explotar la novedad de su presencia. No se sobrevalore. La única ventaja del amante sobre el marido radica en la interinidad del encuentro. Si por una flaqueza usted cayera en la trampa de perpetuar su relación, tardaría un suspiro en heredar los hábitos del ausente. Desaparecida la novedad, adiós al encanto. De volver al lugar de delito, su café solo y su forma de encender el cigarrillo perderían todo el misterio. Convénzase, no hay mejor amor que el que nace y expira en la larga travesía de una mañana entre fluorescentes y aparadores con restos de cena.
La señora no suele desayunar en bata. Cuando no está sola no se esfuerza en ocultar su pecho desarmado. Tiempo ha que su cuerpo superó la barrera del pudor. Ahora, a salvo de los arrebatos maritales, se siente carne destapada. Tápate, mujer, la amonesta su hombre, que vas a coger algo. Ya no necesita velar por la compostura de aquellos pliegues cuya sugerencia despertara la lívido del recién casado; tápate, mujer, que no respondo. Y él ahora moja los churros en calzoncillos con la descarada impudicia de quien se cree a salvo de cualquier juicio y tampoco precisa contener la respiración para disimular los michelines de una barriga que se le desmaya, alevosa, hasta las ingles. Aún hacen el amor, pero sus miembros blandos se encuentran más por la inercia de la costumbre que por el deseo. Cumplen penosamente y se soportan, solidarios en sus imperfecciones, hermanados tras tantos años de deterioro.
Por eso, ante usted, el hecho de sentirse observada la anima a desempolvar las coquetas armas de antaño. Mírela discretamente hasta que despierte sus poses de mujer.
Ella cruzará las piernas y procurará que la abertura de la bata se detenga en la rodilla, por instinto contoneará las caderas. A medida que vaya tomando conciencia de su cuerpo fumará entornando los ojos un poco más de lo necesario, como cuando era joven y su marido enloquecía viéndola expulsar el humo. La pobre se sentirá valorada, sólo por eso le juzga a usted más interesante.
Le diré que un atractivo moderado facilita la conquista, puesto que al encontrarle más entrañable que peligroso, ellas tienden a bajar la guardia. Entre los cuarenta y los cincuenta se cifra la edad ideal. Un aire intelectualizado, gafas de color, barba cuidada y ademanes suaves, hacen el resto. La señora descubrirá en usted a un ser distinguido afable e inteligente y casi sin proponérselo entornará aún más los ojos en cada bocanada. Ni por asomo considerará la viabilidad de un escarceo, no obstante, entre frase y frase, juega a recrearse. Un paseo furtivo, el preludio de una amistad. Y es que la víctima le supone buen conversador, un espíritu romántico e inquieto, en tanto que su marido (al que no cambiaría ni por diez como usted), silabea, no lee, se emociona con los deportes y cada vez se duerme antes y ronca más.
La señora no creerá cometer (no lo comete) un desliz imaginando. Ni tiene amante ni lo tendrá nunca, pero le encandila pensarse mujer ante otros ojos. ¿Otro cafetito? Muchas gracias. Un poco más, por favor. Soy una adicta al café, ¿sabe? Le ayuda a una a despertarse. Usted apostillará: lo entiendo, la faena en casa es dura e ingrata. Ah, si yo le contara, y de inmediato le cuenta. La víctima ingenua se quejará; es una pesadilla, su marido no colabora, el dinero no llega y la compra no para de subir. Pero la verdadera víctima dejará entrever que su desidia obedece a causas de mayor enjundia; una se siente encerrada, incapaz de distinguir un día de otro, apreciando el paso del tiempo por el número de arrugas.., y ahí se detendrá, porque, de continuar, la magia de la sugerencia rompería el estrecho límite que los separa y ambos acabarían salpicándose con sus aburridos dramas. Llegado el momento, asienta, pero no la anime a continuar. Tiene toda la razón, señora, la vida, las frustraciones, el consuelo de los seres queridos, y otras vaguedades similares. A esas alturas su manos estarán muy juntas, si usted se las rozara, aunque ella lo anhela, le despediría con malas palabras. O quizá si le describiera sus ojos, se las dejara apresar como pajarillos heridos. Si los tiene grandes puede referirse a la profundidad marina de su iris, si son pequeños deténgase en la vivacidad. Al oírlo deseará abrazarlo, demórese y oblíguela a concebir esperanzas, pero aléjese sin tocarla. Debe evitar la consumación a cualquier precio y piense que una vez mancillada la resistencia del otro su labor concluye, porque la ejecución del deseo es un mero trámite del todo inferior al proceso de conquista.
Y si por la tarde, al regresar usted a su casa, su mujer le dice que le quiere, créaselo, aunque le confiese que un individuo que bebía café solo estuvo por la mañana allí hurgando en los bajos de su instalación eléctrica.


EL MARQUÉS DE BRADOMÍN

El túnel


EL TÚNEL

I

Anoche, mientras veía mi imagen reflejada en la pantalla oscura del televisor, descubrí una polilla orbitando alrededor de la lámpara y me acordé de una conversación sobre el efecto mariposa en la que habían terciado acaloradamente mis compañeros de departamento unos días antes; ya saben, que la pisada de un mosquito en la barandilla del puente de Brooklin puede provocar una espiral de vibraciones que lo derriben en un suspiro o que no sería imposible que el mal estornudo de un chino disidente degenere en un huracán capaz de arrasar la orgullosa muralla de su país. Pese a no participar en la disputa, miré escéptico a los defensores de tan peregrina hipótesis. Este fin de semana, en cambio, he vivido algunos sucesos nimios como un estornudo cuyas vibraciones han sacudido los pilares más sólidos de mi pensamiento.
La primera vibración se originó el pasado jueves cuando Marta me insinuó la posibilidad de no acompañarme al pueblo esta vez. Me sorprendió su iniciativa, pero no objeté nada y convinimos que viajaría solo, sin caer ninguno en la cuenta de estar acabando de pronto con la sagrada liturgia de ir allí juntos durante quince años. Pues bien, esa nimia vibración ha generado una onda expansiva de sorprendentes consecuencias. Precisamente por presentarme solo en casa de mis padres tuve la ocasión de dormir en mi cama de soltero después de veinte años. Ese sábado, también después de veinte años, paseé por la alameda y crucé el puente de san Cosme, visité la cabaña del tío Tom y el túnel y acabé el peregrinaje nostálgico de la memoria ante la lápida de Claudio que no había vuelto a visitar desde el día que lo enterramos, hace ya veintidós años. Nada especial, me dirán, pero seguro que cambian de parecer si les confieso que ese banal cúmulo de situaciones ha debido de afectarme de algún modo, porque me marché de casa el viernes con la certeza de que mi matrimonio estaba herido de muerte, y regresé el sábado convencido de que, salvo que ella se fugue o me mate, no voy a dejarla nunca aunque me engañe mil veces más, puesto que el hecho de que a estas alturas de nuestra relación hayamos renunciado a amarnos carece de relevancia, si a cambio puedo seguir disfrutando de la rocosa seguridad que garantiza la inercia de la costumbre. He comprendido que una pareja es feliz cuando por fin sus miembros renuncian al trabajoso esfuerzo de impresionar al otro y alcanzan ese estadio de letargo perfecto que les permite el lujo de repetir la misma secuencia un millón de veces sin necesidad de justificar ante el otro lo poca cosa que son. ¿Acaso no cabe considerar tamaño descubrimiento como una prueba irrefutable de que el efecto mariposa es algo más que una elucubración física alimentada durante los recreos por profesores ociosos?
Debo reconocer que la idea de viajar solo no me ilusionó demasiado al principio. Como animal gruegario que soy, me siento más arropado dejándome organizar. Prefiero obedecer a un jefe (Marta) que pronostique si va a hacer frío o si debo llevar dos o tres pantalones, además de que salvo para acudir al instituto, me gusta ir acompañado. No importa que apenas hablemos en la carretera y ella se duerma invariablemente al coger la autovía. Su presencia testimonial me infunde cierto aplomo. Podría ilustrar mi dependencia aludiendo a la imagen lírica del faro y el barco varado en los riscos, pero sería más justo decir que Marta es la lámpara que toda polilla, como yo, necesita para no perderse, no sé, me gusta que me dé cambio al repostar, que compre una revista mientras lleno el depósito o que admire mi hombría (otros motivos no le doy) cuando adelanto a un coche de mayor cilindrada que el nuestro. A todo esto hay que añadir la ventaja nada desdeñable que supone tenerla en casa de mis padres, porque Marta adolece de gravísimos defectos (pronto empezaré el inventario), pero reconozco que tratándose de establecer relaciones sociales, se desenvuelve con el suficiente garbo para que yo delegue de mis funciones sin que apenas se note. Imagínense. Como no soy gracioso, en las cenas colaboro riendo sus gracias, en las tertulias secundo sus opiniones porque las mías son vulnerables y en casa de mis padres me transformo en un oscuro reflejo de su coro porque nunca he sabido comunicarme con ellos. Dueña de una verborrea inagotable, Marta habla sin parar y su vehemencia se eleva cuanto mayor es la banalidad de los asuntos tratados. Y no sólo eso, además ahora cocina platos libaneses (aunque mis padres se caerían de espaldas si supieran quiénes y en qué lugares le facilitan las exóticas recetas), juega con mi padre al ajedrez el tiempo que haga falta y se interesa por sus lechugas, de modo que yo mientras puedo permanecer ausente, única habilidad que desempeño con maestría, levantarme tarde, leer el periódico y comer a gusto sin necesidad de buscar los temas de conversación que a ella le fluyen torrencialmente, desde el divorcio de un famoso hasta la receta de una compota de pera. Por éste y otros motivos de mayor enjundia, mis padres quieren mucho a su nuera, qué digo querer, la admiran, y yo también la querría igual si en lugar de mi mujer fuera la mujer de mi hijo o mi amante. Qué digo admirar, la veneran y me consta que más que a mí que soy hombre, reconozcámoslo, poco acreedor a despertar ese tipo de sentimientos, ni siquiera en sus propios padres, ya que mi naturaleza, de por sí apocada, se contrae aún más al lado de este fenómeno bucal que goza eclipsándome desde la mañana hasta la noche. Hoy he sabido que, al menos yo, no pienso separarme de ella, pero estoy convencido de que si algún día ella decidiera unilateralmente dejarme a oscuras (circunstancia más que viable), sospecho que mis padres asumirían la justicia de una sentencia que liberaría a esa pobre mujer de tener que seguir soportando la carga de un individuo tenazmente colgado de su cuello durante quince infructuosos años. Lo piensan, sin rencor lo digo, y no se lo censuro, peor todavía, soy tan tenaz y celoso de mis defectos (ya estoy invetariando los míos) que los mimo y subrayo cuando vamos al pueblo.
No obstante no sólo no cancelé la visita, sino que el viernes por la mañana ya casi estaba ilusionado ante la perspectiva de escaparme solo, como un intrépido aventurero de siete años que logra burlar la vigilancia materna durante unos minutos. Por supuesto que sospechaba de su actitud, no soy imbécil. Así que le dejé caer que si me aburría bien podía volver el sábado sin avisar. La amenacé mirándola a los ojos, lanzándole el cerco de mis pupilas a modo de dos perros sabuesos, especializados en descubrir el menor rastro de semen foráneo en el rincón más insospechado de la casa.
-Haz lo que te dé la gana, hijo mío.
Marta en estado puro. Habrá pasado estos dos días sóla o en compañía de alguien, relajada, porque aunque yo no haya sabido hasta hoy que no pienso dejarla nunca, ella vive en esa certeza desde siempre, por más que el sábado mis pupilas sabuesas la hubieran sorprendido fornicando con el cónsul guineano o el delegado libanés sobre las sábanas del ajuar que me bordó mi madre. Así es la dulce Marta, esa hija ejemplar que mis padres nunca pudieron tener, la dulce Marta incapaz de concebir sus propios hijos y cuya causa, por más informes médicos que he aireado, todos (ella, sus amantes, mis compañeros de trabajo, mis padres, sospecho que incluso los doctores) me siguen atribuyendo a mí. Se niegan que admitir que una mujer tan vital pueda no ser fértil y en cambio un tipo voluble como yo rezume millones de espermatozoides aburridos de perseguir a un óvulo invisible.
Teminada la última clase del viernes, a las tres en punto inicié la singladura. Ni siquiera me molestó que los alumnos me llamaran a la cara don Estupendo o doctor musaraña. Me limité a odiarlos y a desearles que se rompiaran una pierna o la cabeza durante la borrachera del fin de semana y después me largué. El último resto de ese espíritu indómito que llevo dentro no tardó en desmelenarse. Fumé en el coche sin abrir la ventanilla, no necesité decir bueno ni estupendo ni tapetear en el volante para mantenerla despierta y además me di el gustazo de poner a todo volumen una emisora de música heavy, que yo también odio, dicho sea de paso y disfruté levantándome dolor de cabeza sólo de pensar que le estaba llevando la contraria. La rebelde escena de mi emancipación habría sido perfecta de haber sabido que me observaba el motín a través de un agujerito.


II

Llegué al pueblo de noche. Entré como habitualmente hacemos por la Calle Mayor. Media docena de sombras burlando el frío al socaire de las arcadas, farolas de atrezzo cegadas por el peso de la oscuridad y un intenso olor a madera de roble que esparcían las pocas chimeneas aún resistentes al avance de las calefacciones eléctricas. Nada nuevo. En cambio, a mitad de la calle, recibí a traición una descarga emocional que puso en carne viva todas mis fibras sensibles. Supongo que el hecho apreciar esa estampa con mis ojos y no con los de Marta, que después de haber acumulado durante el viaje toda la energía suele liberarla de sopetón (anda, una tienda nueva, anda, la madre de Flor, anda, están asfaltando la Calle Ancha...), algo dentro de mí descubrió bajo esas fachadas el rostro viejo del pueblo de mi infancia, como si un duende me hubiera colocado una gafas de infrarrojos o hubiera esparcido a través de la ventilación polvos de anfetamina, de esos que estimulan de repente los sentidos y te secan la mente hasta reducir todo tu cuerpo a un par de ojos y orejas gigantes. Por arte de magia me transformé en un sabueso del pasado. Les aseguro que no es fácil resistir la eclosión de los sentidos atrofiados durante tantos años. El color mate de los muros recuperó ese matiz dorado bajo el que fumábamos nuestra mocedad, percibí el mismo tacto del aire helado que nos atería las manos, el olor del roble penetraba en mis pulmones como el tabaco mentolado que comprábamos a medias y tras la cara de la señora Flor, vi la carota gorda del francés evitando los guantazos de su madre cuando robaba el embutido para que sus camaradas pudiéramos merendar junto al río. En un momento de paroxismo incluso me pareció que los ojos de Beatriz me auscultaban llenos de amor tras los postigos de su ventana, y la música de los raíles, tac, tac, tac, el aullido, el ojo de la locomotora, gris, naranja, amarillo, un mar de leche encima de nosotros, gracias, gracias. Si alguien hubiera detenido el tiempo eternamente en ese segundo de gracia. Pero nadie se tomó la molestia de cumplir mi deseo y el coche siguió como una mula ciega a su lugar de destino.
Llegué sudoroso a casa de mis padres, todavía bajo los efectos del alucinógeno. Los dos salieron corriendo al patio como de costumbre, pero ninguno pudo evitar un suspiroo de sorpresa y reprobación al ver que en esta ocasión me presentaba solo. Cómo, no viene Marta, no papá, no estaría enferma, no mamá, tenía cosas que hacer en Madrid. Entraron despacio, desilusionados. Me hice el cargo. Los planes que habían urdido de lunes a viernes, sin su concurso, carecían de interés. Los ingredientes del postre domincal que Marta horneaba ya no servían, la mantilla que mamá había acabado a marchas forzadas para exhibir sus dotes artísticas, no sería admirada por nadie y papá, que, harto de perder a las damas, estaba memorizando libros y libros de ajedrez, ya no podría demostrarle sus progresos en la defensa siciliana, como tampoco oiría decir a la muy zalamera que ya no quedaban hortelanos como él ni lechugas en todo Madrid como las suyas. Me esperaba ese tibio recibimiento, pero me molestó que no valoraran siquiera la posibilidad de pasar unos días a solas con su hijo, así que pese a los espureos esfuerzos que hizo mamá por disimular su disgusto decidí castigarlos cargándolos de razón. Durante la cena me mostré igual de taciturno que siempre, claro que sin la perorarta de Marta, mi silencio resonaba por todo el salón como el estertor de un convidado de piedra.
-¿Te gusta el salmón empanado? –preguntó mamá, sólo por ahuyentar el ambiente a velatorio. Le prometí a Marta hacer su receta, las rodajas finitas como me advirtió.
Me constaba que había pasado toda la semana pensando en el dichoso salmón para complacerla y, conociéndola como la conocía, seguro que obligó al pescadero a sacrificar un banco de salmones hasta ver cuatro rodajas en condiciones, demasiado esfuerzo para que su hijo se la comiera en un minuto sin dejar caer un elogio.
-Estupendo, mamá-
Tampoco papá se extendió en cumplidos, su pensamiento también estaba lejos de allí, en Madrid seguramente, en Marta, rumiando la esterilidad de haberse aprendido unos movimientos que tendría que repasar de nuevo la próxima semana. Al acabar la cena, mamá volvió a recordarme que tenía que llamarla.
-Sí, ahora, voy a fumarme un cigarro.
-Se va a preocupar.
-Son cinco minutos, mamá.
La pobre mujer empezó a recoger la mesa y yo me quedé fumando al lado de papá que seguía tristemente el humo de mi cigarro, radiografiándome los pulmones a través de la camisa e imaginando cómo se asentaba la nicotina sobre unas ramificaciones ya repletas de alquitarán, resignado a no comprender por qué siempre me había empecinado en esquilmar gratuitamente las supuestas bondades de mi cuerpo y de mi espíritu. Antes de terminarlo sonó el teléfono.
-¿Ves? –me espetó mamá saliendo de la cocina con las manos chorreando de agua-, seguro que es ella, que la tendrás en vilo.
Era Marta. Peroraron durante media hora, que cómo se le había ocurrido no venir, que no lo volviera a hacer, que toda la semana pensando en el viernes para luego eso y que el salmón buenísimo aunque el pavo de tu marido ni se ha dado cuenta y que le prometiera que no estábamos enfadados, ya sabes cómo es el desastre de tu marido, un poco suyo, pero con un corazón que no le cabe dentro, en fin, qué iba a decir que ella ya no supiera. Mientras, me apremiaba para que me acercara a coger el teléfono. A mamá le encanta decir tu marido, en cualquier variante, sobre todo en diminutivo, tu maridito, tu maridín, tu maridete, supongo que se siente orgullosa de airear el único título que a día de hoy poseo, marido de Marta. A falta de otros diplomas, no me extrañaría que acabe colgando en un marco dorado nuestro certificado de matrimonio.
-Bueno, Marta, te dejo, que el moscón de tu maridito está aquí detrás, pegado a mis faldas.
-Sí, Marta, hace ya un ratito, sí, estupendo.
Zanjamos el asunto en algo menos treinta segundos, por mi culpa, supongo (nunca se ocurre nada que decir más allá de estupendo, estupendo, un extraño adjetivo que detesto y que se empeña en auxiliarme cuando no tengo nada que decir. Se lo digo a Marta si llega de madrugada, se lo digo a los alumnos que no se mueven de su sitio y a los que me insultan, disparo el adjetivo a discreción como una ametralladora y de tanto repetirlo la carga de misteriosa ambigüedad que en su momento pudo tener algún efecto en el oyente, se ha transformado en el gorjeo de un pájaro contumaz que ahora nadie oye), espiado en todo momento por la mirada de papá y mamá, avidos de descubrir en el tono de mi voz el indicio de un posible enfado. Y aunque me comuniqué con la parquedad habitual, concluyeron acertadamente que nuesta relación andaba un poco tibia. El resto de la velada mi madre se entretuvo lanzándome miradas lastimeras como si no se atreviera a confesarme que no podía dejar escapar mi título, porque la suerte que tenía de haber dado con ella se le antojaba irrepetible. Poco a poco papá fue sobreponiéndose de su frustración y empezó a mirar alternativamente al tablero y a su hijo, bien que sin poder evitar una expresión de infinito abandono. Tenía cara de agricultor ilustrado, la piel curtida y blanca, con esos ojos antaño ilusionados que mi trayectoria errática había oscurecido con el velo de la decepción. No soportaba la austeridad de sus formas, su actitud espartana sin concesiones a ningún otro exceso que no fuera el trabajo. A su juicio la humanidad era un atajo de gandules y yo el primero de ellos. De muchacho tarde en aceptar la insobornable gravedad de su rostro. Nada de fiestas, ni siquiera en Navidad, nada de abrazos, para él existencia y trabajo eran conceptos idénticos. Creo que de no haberme enterado del prodigio de su secreto hoy me resultaría tan indiferente como un jarrón de porcelana. Sí, mi padre tiene un extraordinario secreto que sólo comparte conmigo. Mataba gallinas, pero no las nuestras para hacer caldo sino las de los corrales vecinos, y las mataba con ensañamiento y nocturnidad. De entrada se pensó en las alimañas, pero ningún zorro deja de pelar a su presas, después se sospechó de cierta ralea de los pueblos vecinos, aunque nunca nadie pudo probar nada. Yo me enteré de milagro, cierta noche que miraba el rostro de Beatriz bajo las estrellas y lo vi salir con un palo en la mano. La tentación fue grande. Lo seguí durante casi dos kilómetros. No podía dar crédito a lo que sucedió luego. Mi padre, un asesino de gallinas. Entro con sigilo en el corral de Antonio y salió al cabo de unos minutos. Yo estaba tan aturdido que no puede esconderme en el ribazo cuando volvía. Lo más increíble es que no se sorprendió, se limitó a darme el palo ensangrentado y a pedirme que lo guardara bajo la manta del carro, nada más. A mis once años intuía que mi padre debía tener sus razones, si bien no alcanzaba a entenderlas. Lo cierto es que me convirtió en su cómplice y desde ese día dejé de verlo como un animal de tiro, al contrario, mi padre era un tipo excepcional, un rebelde que expresaba al mundo su protesta. De haberla robado para llevarlas a casa, ese gesto no hubiera pasado de ser una radicalización esquizoide de su avaricia, pero la alevosa gratuidad de la hazaña lo elevaba a un rango superior. Otros preferían beber, violar mujeres o suicidarse, mi padre, en cambio, liberaba su dolor mediante esos festines de sangre gratuita y después regresaba las mundo limpio hasta la siguiente incursión en las tinieblas. Comprendí más tarde que era un desubicado, como yo. Mamá, por su parte está más preparada para enfrentarse a los reveses de la vida, lozana, con aspecto de criada lista, la piel sin una sola arruga, portadora de un espíritu pragmático que la ha ayudado a despreciar todos los sinsabores de su existencia, con la fuerza de esas matriarcas que identifican la felicidad con la salud y la estabilidad matrimonial. Una ubicada, como Claudio, como Marta.
Viéndolos allí sentados a los dos, pensé que bien podían prestar su imagen para unos de esos anuncios de la tercera edad que muestran cómo dos viejos saludables viven apaciblemente su retiro de oro gastando a mansalva todo el dinero de su plan de pensiones. La verdad es que tenía sueño, pero me dio tanta pena que le ofrecí jugar una partida.
-¿Pero tú sabes- me preguntó asombrado ante mi voluntad, convencido de que ni sabía jugar ni me apetecía dejarme enseñar.
No le expliqué que además de un aceptable jugador, fui yo quien había enseñado a jugar a Marta y que todavía, aunque apenas jugábamos, no había logrado siquiera arrancarme unas tablas. No merecía la pena deshacerle el mito de su nuera además de que seguramente no me hubiera creído. Comenzó con la apertura siciliana, mientras mamá remataba la puntilla delante del televisor. Mi contrincante me observó para ver si celebraba su audacia, pero como me limitara a mover sin hacer comentario alguno, concluyó que mi indiferencia era fruto de mi total desconocimiento en la materia. Luego trató de impresionarme con el enroque largo, temeraria maniobra que Marta hubiera alabado hasta la extenuación, y que encajé sin aspaviento alguno. Fue desarrollando un juego efectista que, al no convenirle a la partida, lo condenó a una situación harto precaria. Hacia el medio juego su interés se iba agotando. No quise humillarle infringiéndole una derrota contundente y decidí esperar a que cometiera algún error de bulto para ganarle mezquinamente, sin elegancia, de modo que pudiera achacar la carnicería a un navajazo ventajista que le había asestado amparándome en su falta de concentración.
-Jaque mate.
-Ya.
-Si no hubieras dejado ahí el caballo, la verdad es que tenías mejor desarrollo que yo.
Me encaró con resentimiento poco paternal, seguro de que el ajedrez era una manifestación artística dulce y sosegada que yo, contrariamente a lo que sucedía con Marta, practicaba con la insana voracidad de un advenedizo. Al terminar, mamá me enseñó la mantilla y trató de implicarme en un concurso cultural que regalaba docenas de millones por saber a qué movimiento pictórico pertenecía Nolde. Aguanté un par de preguntas que no quise contestar, seguramente frenado por ese atávico prejuicio de la adolescencia de no responder a las preguntas del profesor para que nadie te acusara luego de empollón.
-¿A que Marta se la sabe?, Dile que se presente, seguro que se gana por lo menos doce millones.
Les contesté que tenía sueño y fue entonces cuando mamá me dijo que me había preparado mi antiguo cuarto, que la habitación era más pequeña y sentiría menos frío.


III

En el cuarto de nuevo sentí los efectos del alucinógeno. Había leído cierta vez en Chejov, mi autor favorito porque me siento identificado con esos héroes insignificantes capaces de enloquecer de vergüenza y suicidarse por haber estornudado en la chaqueta de su jefe, que cierto personaje al reconocer de viejo el cuarto de su infancia exclamó “qué pequeño”. A mí me ocurrió lo contrario, pese a sus reducidas dimensiones, me pareció inabarcable. Nuestra casa de Madrid es un solar de ciento cincuenta metros, una alcoba de treinta y quinientas baldosas de mármol cubriendo un espacio desierto donde restallan taconazos y estornudos como el eco de los visitantes en una catedral gótica. Hay muchas cosas que Marta ha ido añadiendo, pero mi mirada las traspasa y se pierde en el lejano horizonte de paredes sin tropezar con nada. Siempre hace frío.
Mi cuarto, en cambio estaba comprimido, repleto de objetos entrañables que me asaltaban como abejas y picoteaban los bordes de mi alma. Hibernaban aún todos los amuletos que un día me emocionaron de verdad, como sólo un niño se emociona en el despertar de la vida, antes de ese día en que decidimos hacernos mayores. Ahora llevo quince años cenando en el mismo salón y durmiendo en la misma cama. Nuestros adornos no están ligados al sentimiento profundos, más bien son los apresurados antojos de catálogo que dos funcionarios aburridos de verse han ido comprando para engalanar la caja gris de su tiempo con virutas de colores. La marina de Nolde (el único objeto que yo elegí) no me emociona ni la cristalería de Bohemia ni el reloj de cuco ni el sillón con orejas en el que dormito mientras Marta ve películas checas subtituladas para impresionar luego con su bagaje cultural a sus pedantes amantes de perilla y monóculo. Mi alcoba, en cambio, sí era entrañable. Por un momento compartí la emoción de Alicia sondando el otro lado del espejo y traté de prolongarla desenvolviéndome del mismo modo que lo hacía entonces. Encendí el flexo de la mesita, puse en el casette de doble pletina mi cinta favorita de Bob Dylan y me tumbé vestido en la cama, dispuesto a reblandecer mi piel en un baño de pasado. Justo con esa música y esa luz solía acostarme de muchacho. A la izquierda de la puerta estaba el escritorio defendiendo una docena de libros llenos de máximas románticas que nunca quise llevarme a la casa de Madrid porque su lugar era este mismo, de donde yo, como bien hiciera Claudio, nunca debí salir tampoco. Frente a mí brillaba el lomo blanco de Bécquer, consuelo de mis amores soñados y Neruda, esa voz recia siempre dispuesta a darme un empujón cuando desfallecía, y Camus, con su Mersault cuya dejadez remedaba en mi fase más descreída de la adolescencia, y García Márquez y su coronel Aureliano Buendía, mi primer ídolo, a quien debo agradecer que me enseñara a tomar café solo sin azúcar, si bien yo sólo lo hacía para exhibir mi virilidad gastronómica ante las chicas. Y allí seguía descansando, cómo no, la Maga de Cortázar, a la que busqué desesperadamente en las pocas mujeres que se han cruzado en mi vida y a la que un día encontré reencarnada en la figura de Beatriz. Beatriz. Beatriz. Si mi palabra diera forma a cuanto llamo, si invocando tu nombre mil veces, un millón de veces, te hicieras de pronto real. Beatriz, la única mujer a la que he amado, la destinataria de cientos de cartas anónimas y con la que nunca llegué a cruzar una sola palabra. La miraba de reojo en clase, la perseguía, rondaba su casa en las noches de amor desatado, corría tras la estela indeleble de su aliento por todas las esquinas del pueblo, convencido de que finalmente se produciría el encuentro divino. Y así fue. Beatriz. Cruzó ante mí, me preguntó algo sonriendo, negué con la cabeza y la dejé partir, quieto como un árbol soldado a la tierra, cuando debí haberme postrado de rodillas. La dejé partir mudo como un árbol y al verla alejarse, sentí que el amor convoca una sola vez y se esfuma luego rápido para siempre si no te atreves a detenerlo. El mío me rozó y se fue, pero al menos me confirmó que los amores imaginarios y vírgenes te compensan con la belleza de un recuerdo indestructible el resto de tu vida. Mejor así, porque si hoy compartiera con ella las veladas aburridas y los odios callados en una alcoba gigante ni siquera me quedaría el consuelo de pensar que la existencia guarda pequeños cajones llenos de tesoros aunque sólo se nos permita soñarlos.
En ese escritorio derramaba mi pensamiento en palabras, desde las redacciones escolares hasta las encendidas cartas de amor y soledad que traslalaba a Beatriz. El chico promete sentanciaban los profesores, desde luego tiene talento, y mis padres asentían admirados, preparándose para alardear de hijo genial. Por eso nunca han entendido, acaso yo tampoco, que ese prometedor hijo sea ahora un anónimo profesor de historia en un colegio privado, sin otro mérito a sus espaldas que haber conocido a la impagable Marta. Yo tampoco entiendo por qué dejó de interesarme la escritura y poco después también la lectura, supongo que llegó un momento en que creí haberlo leído todo y nada de lo que yo escribía se acercaba ni de lejos a mis autores, supongo que me faltó voluntad, supongo que un día tuve el golpe de intuición y dignidad necesarios para reconocer que mi supuesto talento era una fantasía benévola poco acorde con la realidad e hinchada por unos tutores eufóricos en exceso. Curiosamente Marta, que nunca manifestó inquietudes culturales ha llegado más lejos que yo. Es una ubicada, claro. Nadie daba un duro por ella en el instituto, solo una chica lista, dueña de un desenfado más propio para triunfar en un ambiente cabaretero que en el universitario. Bonita paradoja; sufrió una mutación al tiempo que yo, pero a la inversa, aprendió inglés francés y alemán jugueteando, se le despertó la curiosidad y tiene un excitante trabajo de intérprete que le permite viajar y sonreír con superioridad cuando me habla de cafés turcos, embajadores polacos y actores británicos con los que intercambia conocimientos leídos en revistas prestigiosas y, si se tercia, también la lengua y otros músculos más sensibles (verbigracia con su última adquisición, el cónsul libanés). Yo iba para hombre culto y ella para animadora de pompón, pero ahora cuando me mira, observo un rostro triunfador harta de un marido que en el cenáculo de amistades, no pasa de ser una caricatura de Chejov, un personaje gris que cabecea en su sillón de orejas a las nueve de la noche justo después de ver los deportes, un simple desubicado.
Pero entonces yo no era como ahora, entonces escribía, lucía porte bohemio y de madrugada me tumbaba a escuchar a Bob Dylan, el único del pueblo que conocía al cantautor y el origen de su apellido. Todavía colgaba encima del escritorio el mapa de Oceanía donde íbamos a marcharnos los cuatro mosqueteros en cuanto construyéramos un barco; a los ocho años proyectábamos matanzas de bucaneros, a los dieciséis liberarnos de la opresión pequeño burguesa y de las garras del capitalismo, viviendo en chozas rodeados de preciosas indígenas de piel de chocolate y pechos duros, nada que ver con la blanda lechosidad de nuestras campesinas, sólo mulatas con las que fornicaríamos libremente después de comer pescado crudo y saciar la sed con el néctar de los cocos a la luz del atardecer. Yo entonces no confesaba a mis amigos que iría con ellos, pero sólo tras legar al mundo una obra inmortal al estilo Rimbaud, primero una obra incontestable, después una patada en el culo de la civilización. ¿Alguien daba más? Y cuando me cansaba de recorrer Oceanía viajaba a la pared de enfrente, y me posaba en el Che y suspiraba por que pronto me creciera la barba, el único atributo físico que me faltaba para convertirme en otro libertador. Justo debajo estaba el baúl rojo ya sin el candado custodio de los mayores tesoros de mi infancia. Escondidas bajo el forro guardaba las revistas pornigráficas que a mi no me parecían sino anticipos estáticos de mi vida de adulto puesto que todas las mujeres que allí había eran negras o muy morenas, la melanina de la transgresión. Paradójicamente luego la única mujer a la que he podido tocar es blanca, rubia y de mis fantasías eróticas sólo conserva el espíritu de practicar el amor libre con hablantes no hispanos. También estaba en el arcón la linterna de nuestras exploraciones, la colección de minerales y las gafas de sol con cristales de espejo con las que, una vez asumida nuetra condición de occidentales que quizá no viajaríamos a Oceanía, ocultábamos nuesto miedo al visitar a madame Acuario. Cuando estaba a punto de coger el sueño, saltaba la cinta de Boby, que así lo llamaba para sentirlo más mío, y esa noche, como antaño, tampoco tuve ánimos para darle la vuelta. Me dediqué a mirar la ventana. De pequeño me parecía una ventana sosa porque carecía postigos y de un árbol cerca por el que deslizarme de noche en busca de aventuras como Tom Sayer. Más tarde, llegada la fase metáfisica de la pubertad, la ventana se convertiría, como antes el mapa, en la metáfora de una libertad añorada, ignorando por desgracia que esa hermosa quimera se está viviendo mientras uno cree en ella.
El esfuerzo de concentración poco a poco fue disminuyendo, casi sin advertirlo comencé a manchar la estancia de mis sueños puros con el descreimiento del presente y por un instante no pude evitar pensar que las negras de las revistas eran simples furcias sublimadas, Bécquer un pobre misógino y la ventana un espejismo de esos sueños insanos que sólo anidan en los corazones más tiernos. Detuve entonces el pensamiento, y cerré los ojos para no sentirme más mezquino, un usurpador de hermosas aventuras que no tenía ningún derecho a remover aunque hubieran nacido en mí, porque ya nada compartía con aquel muchacho. Ahora soy un cuerpo extraño de ochenta kilos que irrumpe como un elefante cansado en el edén de las promesas detenidas y puedo confirmar que en la adolescencia los sueños son una parte sólida realidad y que basta cerrar los ojos para vivir, mientras que ahora, al cerrarlos, lo hago para dormir y para atajar de paso el camino hacia el final.
La mañana siguiente me desperté pronto, aún bajo los efectos de la resaca emocional que mi encuentro con el pasado me había causado. Volvía a recibir la luz de los sábados de entonces, la misma luz clara, porque los sábados no había colegio, nunca llovía y el cielo azul era la bóveda de un patio de recreo sin límites. Me asomé a la ventana y disfruté los colores nuevos, planos, como sacados a borbotones de un tubo de óleo. Abajo sonaba el musiqueo de la loza. Sin más demora me duché y fui a desayunar. Allí me esperaban, mamá sin dejar de moverse, papá sentado en su silla sibando como un polluelo. Estaba muy viejos, pero sentí de pronto una inmesa gratitud por ellos, toda la vida pendientes de mí, papá trabajando sin descanso para que yo pudiera dedicarme sólo a estudiar, y ella, invisible, atenta al marido y al hijo, sin manifestar jamás un queja. Los quise mucho en ese momento, por lo que me habían dado, pero creo que más aún porque eran los testigos de la mejor época de mi vida y los habitantes del paraíso que yo hube de abandonar, la música de los raíles, tac, tac, tac, el aullido del tren, el ojo de la locomotora tras el recodo, gris, naranja, amarillo, blanquísimo, encima de nosotros, gracias, gracias. Aún estaba a tiempo de ofrecerles la atención que nunca les había dispensado. Comí con apetito y procuré estar más locuaz que la noche anterior, aunque ellos insistían en bombardearme acerca de Marta y de la pena que les daba su ausencia. Evité ponerme sombrío, alabé a mi mujer y ellos me escucharon contentos de tenerla a través de mí, luego les mentí a propósito de mi trabajo, los maravillosos alumnos y los compañeros. Como no les merecía demasiado interés oír el inventario de mi fracaso, me callé a tiempo y decidí que convenía más preguntarles por sus propias vidas. Mamá me respondía cortés, sin su entrega habitual, sabedora de que a pesar de mis esfuerzos, sus chismes eran asuntos de mujeres que sólo Marta podía escuchar con paciencia, como el curso de manualidades, el betún de judea que estaba dando a un mueble o la historia de la hija de Encarna que había dejado a su marido por un guardia civil.
-En el pueblo no se habla de otra cosa, siempre ha sido una familia rara, no me extraña que la hija haya salido al padre.
-En el mundo hay muchas personas así, la mayoría sería capaz de dejar a su marido por un guardia civil o por un sereno, si fueran valientes.
-No cambias, hijo, siempre igual, parece que no te tomas nunca nada en serio.
Me replicó con cierta acritud, con la tristeza de quien ya hace mucho tiempo que ha desistido de corregir a su hijo y a mi también me ayudó a comprender que, en efecto, en mi vida ya no había margen alguno para mejorar, que definitivamente era un desahuciado. Veinte años atrás aún me regañaba y me perseguía con la zapatilla para enderezar mi destino a base de mamporros que yo en el fondo aceptaba la catarsis porque esos castigos me hacían comprender que los demás aún esperaban mucho de mí. Ahora su actitud resignada era la mayor prueba de mi carta de defunción. Papá fingía mirar el tapete mientras mojaba su picatoste porque nunca, y ahora menos, su espíritu acomodaticio se había avenido con las disputas familiares. Él prefería delegar mi educación en su mujer y a lo más que se atrevía era a amenazarme con llamar a mamá o a soltar alguna frase lapidaria. En el fondo mamá tenía razón en lo de la herencia, y yo que para ser aventurero y escritor genial debía haber heredado la voluntad de ella, acabé haciendo mía la desidia de algún tío echado a perder, cualidad a la que con los años, añadí, éstos ya de mi propia cosecha, otros atributos como la apatía y el conformismo.
Le propuse jugar otra partida, estaba dispuesto a reconocer sus esfuerzos, pero él continuaba resentido y prefirió salir a su huerto de jubilado mientras mamá acababa de recoger. El día que me marché a Madrid, dejó a mamá llorando en la cocina y salió a despedirme. Los dos estábamos emocionados. Él me miraba con una veneración suplicante como si su chiquillo estuviera a punto de tirar su piel de mocoso por la de un hombre de esos ante los que hay que inclinar la cerviz. Ese día comprendí por qué papá mataba gallinas y sobre todo su deseo de que yo no tuviera nunca que imitarlo. No esperaba que su vástago se consumiera en un mundo extraño, al contrario, quería un hijo dominador capas de cabalgar sobre la vida sin temor a caerse como a él le había ocurrido. “Hijo, si te vas es para que vuelvas algún día a inaugurar una plaza con tu nombre. La plaza del excelentísimo señor don José Urbión”. “Sí, papá”, mentí a conciencia, no me atreví a desilusionarle. Y me marché de allí como un fugitivo, sabedor de que aunque vivieran mil años más, nunca tendrían la ocasión pisar ni un mísero callejón al lado del cementerio con el nombre de su hijo. Hoy, lo siento por él, ya sabe que no soy más que otro asesino de gallinas.
-Esto es lo que queda de nuestras tierras –me dijo señalando cuatro hileras de tomates y lechugas.
-Bueno, para ti está bien, así tienes con qué entretenerte. Las lechugas tienen una pinta excelente.
-Eso son tomates.
-Estupendo.
Aproveché para elogiarlos y el almendro pero me faltó la pasión de Marta para que no viera en el envés de mis palabras el rastro de un mezquino cumplido.


IV


Salí a recorrer los santuarios de mi niñez. Empecé por la alameda, el punto de encuentro de los sábados. Claudio, Luis, Adolfo y yo, los cuatro mosqueteros como nos bautizó la señorita Vicenta, todos para no y uno para todos. Yo ejercía de Aramis, el delicado espadachín de gustos aristocráticos, Adolfo encajaba en el valiente descerebrado Porthos, un tipo capaz de comerse seis salchichas crudas en cincuenta y dos segundos; Luis, el niño hombre, era nuestro Athos, chiquito de cuerpo pero dueño de un enorme secreto entre las piernas que compensaba su estatura, siempre razonable y maduro, salvo cuando un acceso de locura le obligaba a rendir un homenaje a su condición de niño. Y el jefe indiscutible, nuestro D’ Artagnan, Claudio, el mejor de todos, el mejor en todo, el único capaz de tirarse montaña abajo para comprobar la resistencia de sus pantalones vaqueros, el primero en averiguar la profundidad del río y la resistencia de su cráneo tirándose de cabeza desde el puente, el que más aguantaba en las vías del tren y el que enamoraba a todas las chicas con un sencillo guiño de ojos. Desde luego, si alguien había sido llamado para triunfar en la vida ese era él. Pero el destino se muestra cobarde y rencoroso con quienes le tienden un pulso y prefirió apartarlo y pelearse con otros enemigos más asequibles, sólo por darse el gustazo de vernos claudicar. Adolfo sigue siendo un Piter Pan, expulsado por desgracia de su isla a una ciudad dormitorio donde los capitanes garfios mandan a sus anchas; abandonó pronto los estudios y se caso con una argelina a la que iban a repatriar. Hoy anda recorriendo calles con su zurrón da cartas, mientras ella limpia las orejas a cuatro niños morenos. Luis sí ha llegado alto, aunque lo haya hecho trepándose los sueños, nada tampoco de incursiones piratas ni atardeceres paradisíacos. Una vez dominados los brotes psicóticos, no tardó en hacerse un hombre de verdad. Conserva las gafas y su estatura diminuta e imagino que también su miembro hiperbólico. Estudió derecho, formó un hogar endogámico y ahora ambos consortes dirigen una oficina que les permite a cada uno conducir un coche de gran cilindrada y venir todos los sábados no a casa de sus padres como yo, sino a su propio chalet de doscientos metros que han edificado en el mismo centro del pueblo como los indianos cuando regresaban de Argentina. Cuando pasean él se deja llamar de don, se permite palmearme en la espalda con la mano firme del triunfador, y muestra a su mujer de labios perfilados (nada tiene tampoco de las indígenas con las que a estas alturas debíamos estar todos fornicando). Lucen bronceado permanente y músculos cincelados en gimnasios caros, además de dos hijos que insultan por igual español e inglés. Luis sí huele a calle con nombre, es otro ubicado. Sólo espero que mis padres se mueran antes de verlo. Por supuesto yo tampoco puedo exhibirme como ejemplo de fidelidad a los años mozos. No terminé en Oceanía, aunque al menos vivo en la avenida de Filipinas gracias a que el trabajo de Marta nos lo permite. No debería quejarme, en cierto modo los tres somos unos afortunados, tres indultados, porque de haber sido verdaderamente justa la vida, hubiera elegido a Claudio, el único que de verdad hoy, lejos de traicionar los sueños de la infancia, nos mandaría postales desde una isla virgen y fotos con su harén de concubinas negras como el ébano. Pero él murio hace veintidós años sin que el destino se dignara darle siquiera una oportunidad y de nosotros se mofó consciente del poco peligro que entrañábamos.
Íbamos los cuatro siempre juntos en pos del horizonte, él un paso por delante, siguiendo el rastro de un mundo que presumíamos moldeable como una barra de regaliz, aunque poco supiéramos de él. Presente y futuro formaban parte de una sola realidad en la que cualquier deseo adquiría la sólida consistencia de lo vivido.
La responsable de aquella sociedad inquebrantable fue la señorita Vicenta, en cuarto curso, justo el día que sacudió de lo lindo a Emilín. La verdad es que Emilín era tan bobo e insensible al dolor como un búfalo enano, incapaz de malgastar una queja ni con cuatro leones colgados de su cuello; por eso a nadie le parecían desmedidos todos los palos que se llevaba. Nunca estudiaba la lección, se comía los mocos delante de todos y se carcajeaba con retintín de hiena incluso cuando le pegaban. Se merecía cuanto le pasaba y sacudirle se había convertido en un hábito casi burocrático. En el recreo era costumbre empujarle a los charcos sin motivo o tirarle el bocadillo por encima de la tapia, sin que nadie consiguiera nunca borrarle esa risita de idiota. Siempre que la señorita Vicenta estaba de mal humor, lo que ocurría a diario, no encontraba otra víctima más a mano con la que emprendera a mandobles. Ella sí necesitaba una mínima excusa, por ejemplo, preguntarle la tabla del tres, y como además el tipo ni se inmutaba, pegarle no le creaba mala conciencia, como no la crea dar cachetes a un muñeco de trapo. La señorita Vicenta era una solterona desahuciada, dueña una cara que lo suyo había contribuido a sumirla en semejante autarquía sentimental, caballar, la piel de albayalde llena de reflejos, sazonada con unos ojos de tiburón con hambruna que al enfilarnos nos abrían el alma en canal como una cuchilla de hielo. Entraba ya sombría a clase, pero a última hora de la mañana el bigote se le perlaba de sudor y la bilis le inflamaba todas las venas de la frente; entonces necesitaba foguearse con alguien antes de que le estallaran. Emilín, desde luego. Ni los piojos rechistaban. El día de autos, sin recurrir siquiera a la pregunta de rigor convocó al reo oficial, aunque en ese momento por una rara casualidad ni se reía ni estaba comiéndose los mocos. El chico salió trotón, dispuesto a recibir su paliza diaria, indiferente a los posibles motivos, porque su sentido de la justicia había sido alienado de tal modo que se consideraba víctima de una ley oscura pero seguramente ecuánime. Al oír pronunciar su nombre la verdad es que todos son alegramos, primero porque nos garantizaba que a esas alturas del día ya no habría más defenestrados y en segundo lugar, a qué negarlo, porque nos entretenía verlo recibir sin demudar el rostro, sin dramatismo como si se pegara a un aparato de boxeo. Nada más salir la señorita Vicente le soltó un bofetón que el diablo recibió casi con una mueca de agradecimiento. Luego le ordenó que se diera la vuelta, sacó de debajo de la mesa su rama de abedul y le golpeó en las corvas tres o cuatro veces, haciendo restallar el arma en sus carnes con la potencia de un capataz sureño. Desde luego tenía una sonrisa insobornable. Así debía de matar mi padre a las gallinas.
-¿Se puede saber de qué te ríes?
No entendíamos la sorpresa de la maestra. Ajeno al matiz de la pregunta, Emilín perseveró para ganarse el favor de la mujer, o quizá porque acaso también él habitaba un lugar inaccesible para nosostros. Su silencio agradecido molestó sobremanera al verdugo y siguó golpeándole, diez, doce, veinte latigazos. La rama silbaba en el aire y le abría la piel poco a poco hasta que la sangre terminó salpicando sus calcetinitos blancos. Al mirarle a la cara de nuevo pude ver que había perdido por primera vez en su vida la sonrisa como si en ese momento ni el parapeto de su mundo le bastara para resguardarse de la rabia ajena.
-Anda, sigue riéndote, eh, ¿por qué no te ríes ahora?
El niño sonrió un segundo, lo justo para que el manantial de sangre se confundiera con el de las lágrimas. Lloraba. La clase se confundió en un murmullo de extrañeza. Quizá fuera un niño normal y corriente.
-Ah, así que ahora lloras.
A los demás había dejado de hacernos gracia. Asombrados ante una reacción por fin humana, el que más y el que menos empezó a compadecerse del muchacho, cuyo único delito consistía en reírse y comerse los mocos. Y no era lo mismo pegar a un muñeco que a alguien que en el fondo podía sentir los golpes como cualquier otro. Nadie, sin embargo, se atrevía a terciar en el linchamiento y la paliza se hubiera eternizado sin la mediación Claudio. Profanando el silencio, se levantó de su asiento y le dijo a la mujer que lo dejara. Doña Vicenta se asombró ante este conato de rebeldía, pero como Claudio le inspiraba cierto temor, se limitó a pedirle que se sentara, mientras seguía enzarzada en las piernas del muchacho. Claudio no obedeció.
-Deje en paz al chico y pídale perdón.
Nos echamos a temblar, creo quer incluso la señorita Vicenta participó del asombro y del miedo común. Nunca nadie había osado cuestionar su autoridad. Sin embargo, tras un momento de duda, se sobrepuso y pudo componer de nuevo su gesto hierático.
-Ven aquí –contraatacó.
Claudio salió majestuoso de su pupitre y aguantó otros veinte golpes propinados aún con más saña que a Emilín.
-Ahora vuelves a tu sitio y te sientas.
Claudio volvió pero permaneció de pie, el rostro congestionado de rabia pero sin soltar un solo lamento.
-He dicho que te sientes.
-Cuando le pida perdón.
La señorita Vicenta obvió su exigencia y continuó golpeando a Emilín que a esas alturas parecía a punto de quebrarse para siempre. Fue entonces, supongo que para mostrar mi solidaridad con el damnificado, cuando me levanté yo también del sitio, si bien lo que en realidad me interesaba era agradar a Claudio. Me quedé encorvado, casi arrepintiéndome desde el primer segundo por temor a recibir también una paliza, sólo que una vez en pie, no mi voluntad que nunca la he tenido sino un extraño mecanismo que había atrofiado el juego de la rótula, me impedía doblar la rodilla. Fue la primera acción subversiva de mi corta existencia. Me las prometía muy felices entonces, pero treinta años después aún estoy esperando sorprenderme con la segunda. Ahora la señorita Vicenta estaba desconcertada y más todavía cuando el francés y el banqueta nos secundaron. Allí estábamos los cuatro mosqueteros unidos ante el destino, arrogantes y enhiestos, elevados en un pedestal imaginario sobre las espaldas serviles del resto de los compañeros, emocionados ante nuestra propia audacia e inseparables desde ese día, y, desde luego, vencedores porque finalmente la arpía se vio sobrepasada de tal manera que prefirió ceder en su castigo antes que emprenderla con los cuatro. La campana nos salvó. Todos nos dábamos por satisfechos con esa victoria simbólica, al menos los tres secuaces, pero no Claudio, que al día siguiente y en cuanto la señorita Vicenta empezó a pasar lista se levantó de nuevo de su asiento.
-¿Te ocurre algo?
-Debería pedirle perdón.
Y se obró el milagro. La mujer lo miró resignada, un segundo, luego se dirigió a Emilín y certificó así su derrota.
-¿Te duele, Emilio? Lo siento tal vez ayer me excedí un poco contigo, es que me ponéis tan nerviosa.
Claudio se sentó despacio, investido de una sencillez que ennoblecía aún más su triunfo y los tres acólitos lo elevamos desde ese instante a la categoría de jefe supremo. A la salida el héroe y sus ayudantes desfilamos bajo el palio de las miradas que nos rendían pleitesía a uno y otro lado del pasillo; él un paso por delante y nos marchamos a la alameda a celebrar el éxito de nuestra primera escaramuza sobre el poder establecido. También nosotros alabábamos su comportamiento, pero él asumía los elogios con la modesta naturalidad del que afronta unas situaciones que sólo la cobardía de los otros juzga de heroica y se limitaba a desdramatizar lo ocurrido agradeciendo a su vez nuestra solidaridad. Esa tarde nos tumbamos bajo el álamo que a tantas conversaciones asistiría a partir de entonces y respiramos en silencio el fresco aroma de unaa libertad recién conquistada a la que saludábamos con la inocencia de quienes la consideran un logro imperecedero. El mundo se postraba de hinojos y todos sus puntales, como la señorita Vicenta , tarde o temprano habrían de asumir que éramos invencibles.
Empezó entonces, sin tener conciencia de ello, la etapa más gloriosa de mi vida. El pueblo era el más fabuloso decorado que pudiera imaginarse; las calles, el campo, el río y el tiempo, aliados nobles y estáticos que se habían detenido para nuestro disfrute en un segundo eternamente sublime. Creo que durante los siguientes cinco años no dejamos de reír. A imagen de ese decorado, la interpretación de los actores se tornaba sencilla. Claudio organizaba, imbuido de una elegancia tan natural que nadie tenía la impresión de estar recibiendo órdenes, el resto asumía su mando como se asume la sucesión de los días y las noches.
De esa manera, los tres fuimos desarrollando una mirada perruna, atenta y dócil, cada cual aderezada con las pequeñas variantes de su propio carácter. Lo mejor del gordo Adolfo, sin duda alguna, eran los embutidos que robaba de la charcutería de su padre para engrasar las largas tardes de andanzas campestres. Se trastabillaba un poco con el lenguaje, aspiraba las erres como un hijo de emigrantes franceses y exhibía camisetas estrechas de felpa para marcar una gordura de la que se ufanaba, porque a esa edad en que todos los conflictos se aclaran por la expeditiva vía de los músculos, la carne era un síntoma inequívoco de fortaleza mental. Luis era su contrapunto. Todavía lo veo recogido y mínimo bajo sus gafas de concha negra, las patillas escayoladas de esparadrapos, las pupilas vigilantes, construyéndose ya ese aire de corredor financiero en excedencia del que un día ya no pudo desprenderse. De los cuatro creo que yo siempre desempeñé el papel más indefinido. Nada había en mí especialmente llamativo, ni gordo ni flaco ni sabía mandar ni podía impresionarlos comiéndome media docena de salchichas crudas en menos de un minuto. Acaso consciente de ello, Claudio me protegía a su manera obligándome a ejercer de lugarteniente, aunque siempre sospeché que me consideraban un chico extraño, un remilgado sapientín que compensaba sus carencias físicas con una solvencia académica de la que se nutrían los otros tres en los exámenes. Claudio sometía a debate todas mis opiniones, no por su originalidad, sino más bien porque yo me había erigido en el portavoz del grupo y tenía la oratoria suficiente para dar forma de discurso a los deseos del grupo, de modo que cuando ideaban algo, me dejaban que yo convirtiera en palabras sus delirios y así les resultaba más fácil juzgar su viabilidad. Me transformé en el escribiente de las actas oficiales. Y de haber cumplimentado mi trabajo habría llenado miles de páginas, porque sólo parábamos de hablar para tomar aliento o para atormentar lagartijas. Abordábamos con fruición todos los temas, cháchara sin fin, desde cómo construir un barco a qué hacer con los prosioneros de guerra.
-Al enemigo lo guisamos con chichagones, los piratas son tan fuertes porque comen carne humana, y lo mejor es el corazón –decía Adolfo, siempre atribuyendo carácter alimentario a todo cuanto pudiera moverse.
-Mejor pedimos rescate a sus familias –corregía el financiero, que ya entonces intuía la rentabilidad de la propiedad privada-, y con el rescate compramos una isla para nosotros solos.
-No sé –sentenciaba Claudio-. Los prisioneros mejor al agua, un pirata de verdad no necesita dinero. Y luego directos a Oceanía, sin colegios, sin padres, a hacer todo el día lo que nos salga de la punta del pito. ¿Os parece?
-Claro, Claudio –apostillaba yo.
Poco tiempo después, en los primeros hervores de la pubertad, hartos de recorrer Oceanía, nos concedíamos un respiro para inspeccionar nuestros propios cuerpos. Los examinábamos pericialmente con miradas tanteadoras, hasta que el asunto del pito, cuya sombra ya había sobrevolado varias veces alrededor de las conversaciones, pasó de mencionarse formulariamente a convertirse en verdadero objeto de estudio.
-¿Cómo la tenéis de grande? –preguntó un buen día Claudio-, un verdadero pirata no puede tenerla pequeña, pequeña sólo la tienen los prisioneros.
Hubo un silencio dramático. Yo sentía que al final acabarían descubriendo mi condición de prisionero, de modo que intenté abortar la prueba.
-¿Qué tontería?
-¿Tontería?, no me seas mariquita, Jose –me dijo Luis.
Molesto por su reproche y considerando que el tamaño proporcional de su cuerpo me garantizaba al menos un tercer puesto en el escalfón, me armé de valor.
-Venga, abajo los pantalones.
Sincronizamos los cuatro los movimientos sin dejar de vigilarnos. Claudio fue el primero en quedar desnudo. Miembro notable, pero con el que se podían establecer comparaciones si demasiado desdoro; más tranquilizador fue el de Adolfo que prometía un longitud morcillesca y a la postre se desveló similar al mío. El pequeño Luis se demoraba. Miró sorprendido los tres apendices, imaginábamos que también admirado, pero en sus ojos sólo había extrañeza y decepción, porque al lado de los nuestros su miembro parecía una tranquilaa Blancanieves rodeada de enanitos, hasta tal punto que el resto de su cuerpo simulaba ser el apéndice de su músculo viril.
-Vaya gabo que tiene el hijoputa éste. Parece una banqueta.
Alrededor de los cuatro se creó una corte de admiradores que suspiraba por formar parte del grupo. Claudio, sin embargo, se mostraba intransigente a la hora de incorporar nuevos acólitos. Nuestra misión consistía en seguir aumentando la aureola mítica añadiendo a nuestro currículo otras hazañas dignas de la admiración ajena. Creo que ese fue el motivo de que una mañana, cansados ya de comer chicharrones, pescar ranas en la alameda y de medir nuestros pitos, Claudio nos llevara un kilómetro río arriba hasta el puente romano de San Cosme. Se fue justo al centro, se quitó la camisa, se subió al petril que se elevaba casi cuatro metros sobre la superficie del agua y dijo que iba a lanzarse para comprobar su profundidad. Todavía recuerdo su estampa, desnudo sobre el trampolín de piedra, el torso fuerte de león, las espaldas infinitas, el pelo moreno alborotado y los ojos verdes de agua, serenos y fijos en el fondo, como una estatua griega aguardando su cita con el fátum sin inmutarse. Nadie trató de disuadirle a pesar del peligro que suponía, sabedores de que su decisión ya estaba tomada y sobre todo porque era excitante estar a las ordenes de un jefe de cuya victoria sobre el río nadie dudaba. Nos miró unos instantes sin decir nada. Era un chico de pocas palabras. Yo siempre sentí curiosidad por saber qué maravillosos pensamientos ocultaban sus silencios. Ahora sospecho que no pensaba nada, no lo necesitaba. Su vitalidad no requería el adorno verbal del que se nutren los espíritus teóricos que se realizan reflexionando, metaviviendo. A Claudio su constante movimiento le impedía el tiempo de reposo necesario para macerar unas ideas que convertía en actos apenas le apuntaban. Él, por ejemplo, no hubiera necesitado mil cartas para cortejar a Beatriz, porque desde el primer instante la hubiera apresado o la hubiera desestimado sin derrochar energía alguna. Como la fiera que se avalanza por instinto, su organismo no le permitía el margen suficiente para calibrar el alcance de las situaciones, o las afrontaba o se desentendía de ellas. Formaba parte de ese privilegiado grupo de ubicados, dueños de una profunda superficialidad y tan perfectamente encastrados en el mundo que no necesitan indagar dónde están, porque lo han sabido desde el día de su nacimiento. También Marta es una ubicada, perfectas máquinas de vivir que encajan su cuerpo en la vida como la misma naturalidad que un bosque en la montaña, sin llegar a sentir jamás la existencia como un problema. Los otros, los desubicados, somos individuos rodantes, extraños en un mundo cuya perfección somos incapaces de comprender, topos desustanciados en un universo que sólo tiene sustancia, condenados a malgastar media vida preguntándonos dónde estamos e intentando la otra media ver qué conviene hacer.
-No quiero que me acompañéis. A lo mejor cubre poco y me parto la cabeza, mejor uno que cuatro.
Los tres subimos lentamente a la parte más alta y lo observamos llenos de emoción. Nos hubiera gustado secundarle, pero el ritual imponía que el jefe se expusiera antes.
-Hasta ahora chicos.
Se tiró de cabeza y entró limpiamente en el agua, cortándola como un cuchillo corta la mantequilla, y desapareció bajo la superficie sin dejar rastro. Durante casi un minuto estuvimo mirando el lugar por el que había entrado y cuando los nervios empezaba a consumirnos oímos su voz cincuenta metros río abajo, saludando como si acabara de zambullirse en una piscina.
-Vamos, atajo de niñas, a qué esperáis, lo menos tiene cinco metros de hondo.
Le obedecimos ciegamente y nos tiramos los tres a la vez, sin miedo. Recuerdo que pasamos el resto de la mañana repitiendo la operación, abriendo las tripas verdosas del río con nuestras manos, hundiéndonos en su vientre, nadando boca arriba bajo el sol amarillo, coreados por los verderones y colibríes, jugando a ahogarnos y bucenado en busca de ramas. Yo sólo quería que ese momento no acabara nunca, y hoy aún lo añoro más, porque desded entonces no creo que nunca haya saboreado un día tan dulce como aquel.


V


Cuando llegaron los años del instituto, lejos de disgregarnos, los cuatro mosqueteros redoblamos nuestros vínculos gremiales, pese a los cambios que se produjeron en la fisonomía del grupo. Ahora éramos cuatro ejemplares de adolescentes fundamentalistas y aquel trote bullanguero de los doce años dio paso al deambular encorbado de unos tipos que crecían semanalmente un par de centímetros (salvo Luis). Nos desplazábamos con el tranco lento de percherones aburridos, los hombros hundidos bajo el peso de cierta rebeldía metafísica, y la cháchara incontinente dio paso a prolongados silencios trufados de elipsis pretenciosas bajo las que ocultábamos la sana amargura de quienes sienten que ya poco les queda por aprender y mucho menos algo de qué sorprenderse. Ante cualquier veleidad arrugábamos el bozo y sentenciábamos lanzando con monosílabos salpicados de gallos, todo nuestro saber mundano. Empezamos a fumar tabaco mentolado, mucho mejor que los chicles, a hablar de chicas y a obviar con el elocuente gesto de la experiencia callada. Claudio floreció en primer lugar, como le correspondía al jefe. Su cuerpo adquirió una soberbia consistencia de mármol y su rostro de centurión empezó a causar estragos entre el mujerío. También el banqueta se vio beneficiado por el cambio hormonal. La magnificencia de su miembro, que si ya en la infancia hubo que soportarlo como una defectuosa asimetría con que la naturaleza lo había castigado, ahora le daba sobrados motivos para presumir de un paquete, cuyas extraordinario volumen se había ganado una fama bien merecida que traspasaba los lindes de pueblo. Con Adolfo y conmigo, en cambio, la naturaleza no se mostró tan generosa. A sus catorce años, el gordo francés había detenido su progresión vertical, quizá debido a que el lastre de los chorizos sólidamente asentados en los michelines de su barriga impedía con la fuerza de su gravedad cualquier desarrollo que no se proyectara hacia lo ancho, hasta el punto de que parecía un juego de poleas en movimiento, con el agravante de que su voz afrancesada aún contribuía más a subrayar su imagen de eunuco romano o de emperador de cómic según su estado anímico. Yo, por el contrario, me alargaba como una barra de plastilina sin engordar un solo gramo, todo mi cuerpo se estiraba y amenazaba con hacer añicos unos músculos casi transparentes. Aún así no me sentía a disgusto en semejante envase ya que los héroes de mis novelas y mis poetas favoritos se ajustaban a ese perfil de sabio famélico en el que yo quería encajar, si bien fuera de mis libros, con chicas de por medio, poco inclinadas a valorar las dotes intelectuales de sus amigos y todavía menos a rastrear los antecedentes literarios que lustraban mi imagen, me sentía una araña fea y despreciada.
Decidimos revisar nuestro ideario e incluso modificamos en parte los planes de futuro, eso sí, siempre respetuosos con el espíritu aventurero que dirigía nuestro destino. De entrada tomamos la determinación de posponer un tiempo nuestra fuga a la isla de la Polinesia y llevarla a cabo no en condición de piratas, pese a las protestas de Adolfo que veía en ese oficio la mejor forma de divertirse viajando, sino en condición de jefes de harén. Consensuábamos una estrategia quizá más sedentaria, pero más afín a las necesidades urgentes del nuevo despertar. Las tardes que ocupamos entonces sustituyendo la imaginería de los prisioneros por el de las nativas que nos corresponderían a cada uno, y mientras el plazo de la huida vencía nos teníamos que apañar con las chicas del pueblo (algunos sólo mirando), cuyo roce casi llegábamos a sentir mientras acosaban a un Claudio duro y selectivo. Todavía aguantamos la persecución unos meses antes de sucumbir. Nos resistíamos a que las faldas entorpecieran nuestro trabajo. Temiamos el peligro de una lenta disgregación, acaso todavía influidos por aquellas películas sabatinas en que a mitad de la historia la cuadrilla de vaqueros se rompía por culpa de una estúpida guapa que animaba al jefe para que renunciara a seguir coleccionado cabelleras y levantara a su lado los cimientos de un rancho donde engordar mirando las correrías de seis niños rubitos (ni que decir tiene que la estúpida guapa era Marta). Sin embargo, maldita naturaleza, cada vez hablábamos más de pechos y muslos y menos de parches y patas de palo. Nos encantaba actuar como unos poscritos y veíamos amenazada nuestra integridad por todos sitios, aunque el enemigo, de haberlo, lo teníamos en casa, en la calenturienta imaginación con que íbamos manchando nuestros más tiernos sueños de la infancia. Nos volvimos cautelosos y optamos por guarecer nuestra amistad cambiando el cielo abierto de la alameda por la techumbre oscura del túnel, un paraje siniestro, más avenido con nuestro carácter sombrío, que llenó de misterio nuestras reuniones y nos convirtió en miembros de una secta de iluminados cada vez más soterrada. Ese templo fue, al amparo de unos muros renegridos por las vomitonas del tren, donde cada bobada pronunciada en tono susurrante adquiría el valor de un mandamiento, el escenario que eligió Claudio para atacar finalmente el asunto que tantas veces habíamos soslayado.
-A ver, ¿cuántas pajas os hacéis a la semana?
Todos dejamos de masticar chicharrones. Sólo se oía el roce de las pupilas dilatadas, saltando de unos ojos a otros. La pregunta era tan descarnada que no había forma de bordearla. Al final la condición de gregarios se impuso y respondimos cristianamente a la morbosa curiosidad de nuestro jefe.
-Siete a la semana- respondió Luis con cierto aire de complacencia, puesto que a esas alturas de su vida consideraba que el tamaño lo convertía en una autoridad en la materia-, siempre por la noche, en la cama, antes de dormirme.
-¿Y dónde tiras la lefa, so guago?- le increpó Adolfo.
-En un pañuelo de papel.
-¿Y tú? –prosiguió interrogando a Adolfo.
-Yo sólo..., seis –titubeó un poco avergonzado, dudando de la verosimilitud de su mentira-, como los domingos es pecado, descanso.
-Pues hazte dos el sábado –interrumpió Luis, seguro en su magisterio-. A que Jose nos gana, por eso está tan flaco el cabrón, porque se mata a pajas.
-Bueno, yo no las cuento como vosotros, no soy tan ordenado –dije tratando de aparentar seguridad, como si me aburriera inventariar una maniobra tan banal como privada-. Tengo otras cosas más importantes en que perder el tiempo.
-Venga, no seas maricón, ¿cuántas?
-Yo qué sé, pues una o dos a la semana, lo que me apetece.
-¿Y en quién piensas? Seguro que en su Beatriz.
-Qué idiota eres. Yo qué sé, en nadie, en las actrices.
En realidad mentía, yo también practicaba a diario, a veces en doble sesión de mañana y tarde, e invariablemente pensaba en Beatriz, pero entonces no había leído en mis escritores que nadie practicara esas maniobras de autosuficiencia sexual y preferí falsificar las estadísticas para mantener la estima de los otros que de ese modo seguían considerándome un tipo de hábitos metafísicos, a medio camino entre el cielo y la tierra.
-Bueno, ¿y tú?
La pregunta la hizo Luis y todos nos mantuvimos espectantes, sabedores de que Claudio no mentiría. Y no nos decepcionó.
-Ninguna
-¿Ninguna? Venga ya
-Es muy cansado eso de matarse a pajas, yo prefiero que me las hagan.
-¿Quién? –pregunté.
-Marta
Lo dijo con una elegancia canallesca que entonces me pareció divertida, pero cuyo recuerdo con el paso de los años, sobre todo cuando empecé a salir con ella, me causaba una desgarradorra quemazón en el alma por más que el beneficiario de las manualidades de mi mujer hubiera sido mi jefe y mejor amigo.
-No jodas.
-Ya llegará, tiempo al tiempo, y no veáis lo que mola tumbarse, mirar las estrellas con los brazos cruzados y dejar que otro trabaje por ti, y cómo trabaja, la tía vale, lo mismo hasta me la llevo a la Polinesia, no vaya a ser que las nativas huelen mal y la eche de menos. El otro día casi me la chupa, pero nos dio miedo de que se quedara embarazada.
-Si se enjuaga rápidamente, no –le aconsejé
Sobra decir que de haber sabido entonces que Marta acabaría casándose conmigo hubiera sido más cauto a la hora de aconsejarle tan alegremente. Tampoco una vez casado me habló de su relación con Claudio y me consta que tuvo luego que enjuagarse muchas veces gracias a mi consejo, pero lo cierto es que en los quince años de matrimonio nunca ha consentido volver a desempolvar esas prácticas con su legítima pareja. Al principio, cuando se empeñaba en no ceder y yo aún conservaba algún resto de genio, le insinuaba sus maniobras con Claudio, si bien ella cortaba rápidamente mis conatos de insubordinación por lo sano. “No menciones a Claudio, por favor, qué tendrás tú que ver con él; una sola mano suya valía más que todo tu cuerpo entero”, me decía frenando de raíz mis impulsos. No entiendo por qué accedió a casarse conmigo, pero lo cierto es que con el paso de los años he ido asumiendo con naturalidad de hijo dócil todas sus reprimendas. Bien mirado, incluso yo me sorprendo de mi regresión. Día a día, sin saber cómo, se ha ido apoderando de mi espíritu un hombre apocado y resignado, incapaz de luchar, sólo tenaz para soportar con el estoicismo que imprime la cobardía y el servilismo de los derrotados, los ataques de cuantos me rodean, hasta el extremo de convertir el vasallaje en una forma de resistencia pasiva tan digna como cualquier otra. Primero acepté sus desplantes y luego acepté la resurreción de su promiscuidad, aunque yo no fuera en ningún caso el beneficiario. Dismulé cuando se iba los fines de semana a Segovia a enseñar el acueducto al cantante británico mientras le servía de intérprete, luego callé con el checo y el alemán ( uno pintor, el otro secreterio de embajada) y ahora sospecho que he devenido en cómplice cuando a su menú de degustación ha terminado incoporando miembros de razas más exóticas. Creo que si ella se molestara en disimular un poco más sus infidelidades me resultarían tan excitantes como si el protagonista fuera yo. Me queda al menos la esperanza de saber que el día que acabe de hartarse ahí seguiré yo ofreciéndole el calor de mi testaruda indolencia para que descanse. Es la servidumbre de quien sólo teme una cosa: el desamparo. Me siento el perro que se mea de gozo por un mendrugo de pan del dueño que acaba de apalearlo.
-¿Sabéis lo que os digo?, –nos espetó al fin-, pues que ya vamos teniendo edad para mojar como Dios manda con una tía de verdad.
En ese túnel, en la oscuridad de la cueva, sentados sobre las vías del tren donde nuestras voces se elevaban como ecos de ultratumba, nos susurró el nombre de madame Acuario, apodo que me exime explicar el carácter de la profesión que ejercía. Mediante un primo suyo de Madrid podía traerla un día a la cabaña del tío Tom, a dos mil pesetas por cabeza. La propuesta nos asustaba y atraía por igual, pero finalmente aceptamos porque como él decía la vida era así y cuanto antes se hicieran las cosas que tenían que hacerse mucho mejor. Pasamos los dos meses siguientes ahorrando y preparando con devoción espartana la asignatura pendiente de hacernos hombres de una vez por todas. A medida que se acercaba la fecha del encuentro la excitación iba en aumento; bufidos premonitorios, bravuconas y risas por donde se liberaba como a través de una fumarola todo el hervor contenido de nuestra carne. No sólo íbamos a tocar unas tetas de verdad, sino que además usaríamos preservativo, una protección al parecer imprescindible que nos llenaba de orgullo porque significaba que nuestras inocentes poluciones estaban ya en condiciones de germinar a poco que una tía, por puta que fuera, se descuidase. Claudio se encargó de aleccionarnos con la colaboración de un plátano al que todos hubimos de envolver en un alarde de imaginación que sólo a Luis no le parecía tal. El día fijado, un domingo por la tarde, cada uno con su condón en el bolsillo, salimos los cuatro en procesión hacia la cabaña donde la mujer debía desvirgarnos, cuatro bocas cerradas, cuatro preservativos, cuatro gafas de espejo y ocho mil pesetas. No sé si se debía a la lluvia o al viento o a los abrasadores rayos del sol estival, lo cierto es que caminábamos todos callados, conscientes de nuestra responsabilidad y deseando en el fondo, al menos yo, que madame Acuario no acudiera a su cita. Estoy seguro de que todos queríamos hacernos hombres cuanto antes para contárnoslo luego tranquilamente en nuestro refugio. No hubo suerte, junto a la cabaña estaba aparcado un diane 6 de color rosa junto a una hilera de ajos ya maduros. Una madama de la capital y cuatro pueblerinos, la civilización se hacía un hueco en mitad de la barbarie para examinar su valía y hermanarse con ella. El estómago ya no dejó de batirme en toda la tarde. Nos detuvimos a una prudencial distancia de la puerta y observamos en silencio el coche como si sus colores de fantasía pudieran anticiparnos los rasgos de su dueña. Dado que ninguno se atrevía a llamar dilatamos el encuentro bromeando como expertos proxenetas sin dejar de espiar de reojo el interior de la choza que no sé por qué en esos momentos se me antojaba un toril con una vaca de afilados cuernos esperando dentro para embestirnos.
-Bueno, ¿qué hacemos? –se atrevió a formular Luis la pregunta que todos nos hacíamos-. Casi mejor que pasemos juntos.
-No me seas maricón, tenemos que esperar aquí hasta que nos vaya llamando- dijo Claudio, que aprovechó el impás para recordarnos sumariamente nuestras obligaciones- Y ya sabéis, hay que dejar el pabellón bien alto. Nada de precipitaciones, no vaya a irse luego por ahí riendo de nosotros. El condón sólo cuando esté dura y luego mucha calma, por lo menos media hora, que tenemos que amortizar la inversión, que se de cuenta del sudor que cuesta ganarse dos mil pelas. Si alguno no aguanta y le dan ganas de correrse que piense en el culo de la señorita Vicenta, verá qué pronto se le pasa. Si superamos la prueba ya somos hombres, y mañana mismo me tiro a Marta y tú a Beatriz y vosotros a sus amigas para que no sientan envidia.
Nadie atendía a la explicación, no dejábamos de espiar la ventana sin cristales tratando de identificar la sombra de madame. Al cabo de un rato la puerta se abrió. Retrocedimos unos pasos como si se hubiera abierto la sima de Alí Babá y los cuarenta ladrones que yo no tardé en asociar metafóricamente con un pubis inmenso preparándose para succionarme de la cabeza a los pies. Se asomó a la luz una mano regordeta con las uñas lacadas en el mismo tono del coche. Encogió el índice varias veces y a continuación se enderezó enhiesto unos segundos en ademán señalador.
-Que pase el primero –tradujo Claudio. –Tú Luis.
Más bien parecía que iba camino del matadero, seguro estoy de que hubiera entrado con más ánimo en la cueva de los ladrones. Supongo que fue elegido para que madame viera que podíamos ser jóvenes, pero en ningún caso unos niños.
-Media hora -le recordó cuando traspasaba la puerta.
Salió a los diez minutos, despeinado y jadeante, y según decidimos después, descontados los cuatro del preámbulo y uno más en ponerse el condón, su hazaña se reducía a cinco minutos.
-No sé, me he puesto nervioso, además la tía es fea como ella sola.
Ninguno le envidiaba la gesta, pero sí el hecho de que al menos hubiera pasado el trago. Si el que estaba llamado a convertirse en el triunfador salía defenestrado, no quería ni imaginar lo que podía pasar con los demás. El contratiempo nos fue hundiendo sin remedio. Ya imáginábamos en el interior de la cabaña un monstruo devorahombres que si era capaz de cepillarse en cinco minutos un pene caballar, qué no haría con los restantes, de proporciones más humanas. El siguiente fue Adolfo. Mordió un trozo de salchicha que a todos nos pareció un síntoma de mal agüero aunque nos guardamos de decírselo y entró botando como una pelota de goma. Su cara redonda enmarcada como una luna llena de porcelana en el dintel de la puerta tenía todo el aspecto del hacerse añicos al menor roce. Se rompió a los ocho minutos, es decir, a los tres, ya restado el tiempo del descuento. Tampoco sus excusas fueron más originales que las del Luis, salvo que añadió cierta carne que le había repetido en el momento cumbre.
El tercer desvirgable fue un servidor. Penetré el sexó gigante de la puerta oscura y rasgué con la boca un himen de telarañas. Temblaba. Me quedé unos instantes sondando la oscuridad hasta que mis ojos se fueron acostumbrando. Hacía frío. No sabía a dónde encaminarme. Al final me acerqué al claro de luz que entraba por la ventana como si buscara zafarme de las tinieblas y siguiendo su estela, al fondo, donde la claridad se tornaba penumbra, descubrí al monstruo. Estaba tumbada sobre una colchoneta como una odalisca rubeniana, mirándome con expresión aburrida y maternal.
-Vamos zagal, que es para hoy.
M e desconcertó que el timbre de su voz se pareciera tanto al de mi madre, al de cualquier mujer honesta, un tono más propio para amonestar con los labios prietos que para cosquillear penes neófitos. Desde luego me hubiera ayudado una garganta rota de alcohol de esas que te desinhiben desde la primera bocanada. Avancé un solo paso, agarrado al condón del bosillo para no caerme. Contrariamente a la imagen que su nombre parecía prometer, madame Acuario se me figuró un especimen sólido, un cuerpo sin concesiones a levedades acuosas, abundante en carnes y años, pero rubricada por una carita redonda de zorra modosa, pegada a un cuerpo de ballenato. Se expresaba como una actriz de doblaje, dulce, pero con la autoridad de las heroínas. Me ordenó por segunda vez que me acercara y sin apenas incorporarse me desnudó en silencio. Hice amago de tumbarme a su lado, buscando cobijo antes que protección, pero me detuvo, me bajó los calzoncillos hasta las rodillas y me examinó los pliegues del capullo y los testículos, retráctiles al contacto como un caracol, como se examina una servilleta arrugada antes de echarla a la colada. Al verla lo suficientemente limpia me bajó los calconcillos al suelo con un suave golpe de su pie y me tumbó a su lado sin permitirme siquiera que me despojara del jersey. Me tocó luego con unos movimientos extraordinariamente rápidos y precisos y sentí que mi cuerpo al contacto de su piel tibia era menos selectivo y pudoroso que mi mente. Apenas me atrevía a mirar su cara por miedo a descubrirle una expresión de mofa. Me acercó la cara a una bata negra de raso que brillaba como un cielo gastado y olía a desinfectante. Cuando se la quitó noté que se me caía un enorme decorado de grasa al que de pronto se le descorría el telón. En un momento de osadía, aprovechando que de pronto había empezado a hablar como si yo no estuviera delante del asco que le daban los bichos que le comían el culo y que luego la obligarían a desinfectarse, observé que esa carita de porcelana era dueña de unos pechos sin principio ni fin que se bamboleaban en dirección a mi cara. El resto se resume en un pestañeo. Se abalanzó sobre mi entrepierna rauda como un camaleón sobre su presa. Su mano caliente y pegajosa transmitió una corriente que me pasó del pene al cerebro como una descarga brutal. Consideré oportuno crear un anticlímax recurriendo al culo de la señorita Vicenta, pero dado mi estado incluso esa visión espantosa me vencía sin remedio. La cosa no hizo sino empeorar. Tras ponerse en cuclillas delante de mí y conducir mi miembro hacia su entrepierna pelada de gallina vieja, noté angustiado cómo mi apéndice cabeceaba abruptamente y lanzaba un pequeño grito de semen antes de morir por aplastamiento bajo el peso de sus muslos, quedando así toda mi masculinidad laxa, una anéctoda insignificante y seguramente inapreciable bajo media tonelada de grasa saturada. Los únicos músculos firmes eran los de mis dedos aferrados a un preservativo que ni siquiera me dio tiempo a desenvolver.
-Caramba, chico, qué rapidez –me dijo mirando sus muslos chorreantes- Ni Fitipaldi. ¿Te ha gustado?
Siete minutos, dos con el descuento, como muy bien se encargaron de recordarme los otros. Después le tocó el turno a Claudio. Estuvo dentro media hora en la que no dejamos de oír un coro de gritos que no hacían sino magnificar el alcance de nuestro fracaso. Irrumpió tranquilo, ligeramente despeinado, sin una pizca de jactancia en su expresión.
-Me ha dicho que tú no has utilizado el condón. ¿Te importaría prestármelo?
En total estuvo una hora dentro. Salió animado y contento sin olvidarse de restar importancia a una luctuosa aventura que él calificó como una victoria del grupo.
-Vamos, chicos, me ha dicho que ha salido todo perfecto, unos sementales, vamos, que nunca había visto nada igual para ser la primera vez. Así que vamos a celebrarlo, que tiemblen las chicas del instituto. Por cierto, tienes razón, Jose, dice que las mamadas no dejan embarazadas a las mujeres, así que, tiembla, Marta.
Claudio pasó de ser nuestro jefe a ser nuestro Dios, hasta tal punto creíamos en su palabra, que en pocos días llegamos a la conclusión de que, en efecto, aunque en menor medida que él, nos habíamos portado como auténticos machos.


VI


La aureola mítica del cuarteto alcanzó la cúspide cuando se conocieron los pormenores de la hazaña, previamente engordada, claro, por sus héroes. Seguíamos cerrados a cualquier injerencia, embargados por un prurito elitista insobornable al común de los amigos, razón por la cual abandonamos definitivamente la cabaña como lugar de encuentro porque allí merodeaban demasiados fisgones, acaso también para borrar el agrio recuerdo del cuerpo de madame Acuario y nos instalamos para siempre en el túnel. Ahora Claudio llegaba con algún retraso por culpa de Marta, pero no dejó ni un solo día de acudir. A mí aquella chica seguía sin caerme bien, tampoco a los otros, quizá por celos, reconocíamos que estaba buena, que era la musa en que casi todos se inspiraban a la hora de urdir sus fantasías sexuales, pero ese reconocimiento estaba lleno de sombras. En clase, haciendo honor a su espíritu acaparador, se sentaba justo en el centro del aula, de modo que nadie pudiera dejar de tropezarse con su presencia. Miraba con cara de saberlo todo y se dedicaba a coquetear con los profesores a los que ponía nerviosos exhibiendo impunemente los muslos que sobresalían de sus falditas mínimas y a despresciar a todos sus compañeros, excepción hecha de Claudio, el único que pudo someter sus impulsos y que tras su muerte renacieron con el ímpetu de una yegua que al fin consigue desembridarse y cuyas consecuencias me ha tocado a mí padecer hasta la fecha. Así era entonces y veinte años despúes en poco se ha modificado mi opinión sobre ella, ya me asustaba con quince y me sigue asuntando con cuarenta. Tenía (tiene) labios gruesos de presidiaria, una de esas bocas que parecen diseñadas para morder y blasfemar y unos ojos chicos como botones casi siempre entornados como dos rajitas que al abrirse aireaban (airean) un perfume de lascivia capaz de paralizar a todos los mequetrefes (a mí, por ejemplo) e invitar a los más osados a atreverse con ella. Reía e insultaba sin transición, como un sobre sorpresa, a veces princesa a veces bruja, y ya desde entonces prometía a quien se le acercara con talante conciliador descabalgarlo de su grupa en un suspiro. Era (es) hiperactiva y segura, y caminaba (camina) por el mundo sabiéndose a salvo de todos, apenas malgastando su tiempo para hundir a sus víctimas con el estilete de su palabra sincera, es de ese tipo de personas a las que uno no puede preguntar intranscendentemente qué piensan porque te arriesgas a que te lo digan sin darles tiempo a disuadirlas. Hoy ha suavizados sus gestos y ha añadido matices a sus risas, un poco más misteriosas, pero creo que la falta de maternidad le ha impedido desarrollar unas maneras sosegadas más acordes con su edad. Eso sí, hay al menos dos día al años, tal vez uno, en que decide firmar una tregua y quererte, y luego el recuerdo de ese día te compensa el resto del año. Me gustaría acusarla de arpía, pero de hacerlo faltaría a la verdad. En el fondo yo también creo que es una mujer excepcional, aunque ignoro si esa virtud es inherente a ella o un rasgo que le atribuye mi dependencia, porque lo cierto es que la necesito, necesito a la única persona que está a mi lado aunque me comparta, la única persona (los padres no cuentan) que a veces se preocupa por mí y que me compadece sinceramente en los momentos de debilidad (siempre). Hace dos semanas me llamó pobre hombre y me dijo que no había conicido a ninguno tan escaso de atractivo como yo. La odié, por supuesto. La semana pasada me dolía la espalda, me preparó un baño caliente y me masajeó las cervicales una a una. Nadie en su sano juicio puede desprenderse de una mujer así. De muchacho consideraba a Marta un tanto fatua, un pajarillo estridente, escaso de metafísica. Qué equivocado estaba. Lo que ocurre es que Marta, como Claudio, forma parte de ese selcto grupo humano capaz de sincronizar tan armoniosamente vida y pensamiento que sus acciones y sus juicios constituyen una mezcla undisoluble. No piensa menos, sino más rápido y con tal precisión que puede vivir y tomar decisiones en el mismo intervalo. Posee la intuición de un animal tan perfecto y seguro de lo que hace que ha mutado la reflexión en un órgano inservible. Desde luego es una ubicada y compartir techo con una ubicada supone estar en manos del más eficaz antidepresivo.
Como ya he avanzado, a mí quién me gustaba de verdad en tonces era Beatriz, la única chica de la que realmente me he enamorado. Por ella sí que hubiera dado en su tiempo un brazo o incluso el corazón. Si Marta representaba todo aquello que me causaba desazón, Beatriz encarnaba cuanto a esa edad podía desear. Lástima que nunca se fijara en mí, lástima que nunca me atreviera a desvelarle mi amor más allá de las cartas anónimas que le remitía y por donde expulsaba a borbotones toda la fiebre de mi pasión. Era callada, discreta, rellenita, y tenía el cerco de la mirada enmarcado por unas cejas tan espesas y unas ojeras tan profundas que convertía a Bécquer en un peón caminero. Vestía con extraños faldones y fulares malvas por los que se ganó el mote de la loca, pero a mí me parecía una diosa de otro mundo que sólo por accidente había caído en este pueblo de paletos y arados. Llegó, estuvo un curso, le escribí cien cartas y mientras me decidía a revelar mi identidad desapareció como había llegado. Un día vi su asiento libre, pregunté aterrorizado, traslado de su padre, no dirección, no teléfono, ninguna posibilidad de verla, y desde entonces no me ha quedado otro consuelo que fantasear con la idea de encontrármela un día por la calle, un estímulo al que sigo recurriendo cada vez que salgo a pasear o cuando viajamos a cualquier sitio. Tarde comprendí la verdad que encierran esas canciones que hablan de la fatal melancolía que sigue al primer amor que nunca vuelve, ese que te sorprende con el corazón tierno, te lo rompe y al que, aunque luego se vuelva a cerrar, le queda para siempre una cicatriz que el los días de lluvia o en las sobremesas televisivas sin nadie a tu lado, te supura la sangre del recuerdo. Beatriz era todo misterio y amor, pero también una desubicada, como yo, un espíritu vulnerable procesdando en el reducido laboratorio de su mente toda la información posible sobre la vida y odiando una existencia que nada quería saber de seres como ella. Recibí un epístola, mejor diríamos una frase suya meses después de haberse marchado; “fueron unas hermosas cartas, gracias”. Qué curioso, siempre supo la identidad de su anónimo seductor. Al principio me sentí halagado, pero más tarde comprendí que no era yo el elogiado, sino mis textos, porque los desubicados se protegen de la vida reduciéndola a una hermosa sucesión de palabras que sólo admiten la realidad una vez cercada entre los márgenes del papel escrito. Marta necesitaba el mundo para vivir, Beatriz bien podía hacerlo sumergida en la estantería de una biblioteca. Cierto que los desubicados sentimos predilección por los de nuestro género, somos caprichosos, pero no es menos cierto que nos conviene la tutela férrea de alguien como Marta. Quién sabe, si en caso de habernos unido Beatriz y yo, no seríamos hoy dos alcohólicos, un dúo de vegetarianos budistas o si no hubiéramos acabado montando una comuna junto a otros desubicados, en una casa llena de gatos y goteras, arrastrándonos entre peladuras de aguacates. Marta tendrá sus coasa, será infiel, de acuerdo, pero nunca permitirá que rebose el cubo de la basura o que vaya a trabajar con la camisa sucia.
Casi siempre llegamos antes los tres a la boca del túnel y esperábamos fuera a que llegase nuestro maestro de cermonias, entonces le pedíamos detalles sobre las mamadas de Marta o le preguntábamos sobre el tamaño de sus pechos, pero él, que era un perfecto caballero, se limitaba a sonreír y nos consolaba argumentando que su familia éramos nosotros. Entonces nos introducíamos en el interior del túnel, tan contentos.
Las primeras veces sentimos miedo atravesando esas paredes húmedas y siniestras, más negras a medida que nos alejábamos de la boca, como si nos precipitáramos del borde del mundo hacia la nada, más aún cuando el tren pasaba a dos metros de nosotros pitando hasta dejarnos sordos. Esperábamos su llegada en una especie de hornacina de una pared lateral que limpiamos de excrementos de perro y alfombramos con la colchoneta de madame Acuario aún estampada con los cercos de nuestro semen. Propagábamos un murmullo cavernoso, distorsionado por el eco hasta el punto de que las frases más triviales adquirían un extraño poso de oráculo. De allí, vestidos de negro y con el olor a chorizo de las meriendas de Adolfo, salieron los mejores sueños que nunca realizamos.
-Mi madre dice que nada de islas, ni pegos muertos, que después del instututo o voy a la Universidad o me ponen en la tienda a vender sachichón de Pamplona.
-Pues la mía dice que ya tiene apalabrado con un tío una habitación en Madrid. Me quieren llevar a una Universidad de curas, que salen ya todos con trabajo.
-¿Y tú, Jose?
-No sé, si quieres me escapo contigo (sin Beatriz mi vida era una hoja seca ), mis padres me dan igual.
-Sí, de sujetavelas –intervenía rabioso Adolfo para desprestigarme a mí también.
-De sujetavelas o de lo que haga falta –cortaba Claudio-, aquí tenéis un tío con un par de huevos, no como otros que aunque la tengan larga, van a dejar que se les pudra en un convento.
Luego, al amparo de la negrura, terminábamos olvidándonos de nuestros padres y lanzando soflamas libertarias que el eco convertía en redobles de tambor.
-A Bali, repetid todos conmigo.
-A Bali, a Bali.
-Todos para uno.
-Y uno para todos.
-A follar indias.
-A comer marisco.
-A fumarnos toda la hierba en taparrabos.
-A bañarnos en pelotas.
-A cagarnos en la señorita Vicenta.
-A cagarnos en la civilización.
Y ciertamente los exabruptos tenían un magnífico efecto laxante que nos dejaba relajados hasta el próximo día.
Poco a poco nos fuimos familiarizando con el lugar y llegó un momento en que la maquina, cuando entraba por la bocana rugiendo a tientas en la oscuridad como un dragón, como un miembro itinerante del grupo que siempre acudía puntual a su cita. Cuando nos mareábamos de tanto viaje esperábamos su llegada y justo al alcanzar nuestro refugio rugíamos con todas nuestras fuerzas. Después la imaginación, sin dejar de correr, nos propuso acciones más excitantes y divertidas, como hacerse una paja y eyacular en el momento en que pasaba a nuestro lado. La sincronización no fue fácil, los tras acólitos solíamos terminar cuando aún no había entrado el bicho y a Claudio le daba la risa y sólo terminaba un buen rato después de que hubiera desaparecido su estela, pero con la práctica cada cual, conocedor de sus posiblidades, sabía en que momento debía empezar. Claudio iniciaba la faena media hora antes, Luis diez minutos, Adolfo siete y yo cuatro. Cuando eyaculábamos los cuatro a la vez en el segundo de gracia en que la máquina pitaba su propio orgasmo, sentía un placer tan grande que nunca después con Marta, ni siquiera en nuestros mejores momentos, he podido resucitar.
A la mesa de los embutidos, se incorporó el tabaco mentolado que boqueábamos los cuatro como peces a punto de axfisiarse y más tarde las cervezas, los cuatro abrazados, prometiéndonos cuando el alcohol hacía efecto que siempre permaneceríamos juntos.
Fue a Claudio a quien se le ocurrió la idea de esperar a nuestra querida locomotora tumbados en las vías del tren. La primera prueba la llevó a cabo él sin consultarnos. Se fumó un cigarro, esperó a oír en la lejanía el diapasón de la máquina, apuró una lata de cerveza y con la misma naturalidad que si se acostara bajo un álamo del río, se tumbó sobre los raíles. Los demás permanecimos mudos, temorosos y a la vez confiados porque Claudio estaba condenado a salir airoso de cualquier reto, como si su vida fuera fuera el rodaje de una película trucada para que el bueno siempre triunfara. En la oscuridad del túnel, dado que nosostros estábamos tras un recodo, se percibía antes el bufido de la locomotora que el ojo luminoso de su foco. Cuando el ruido se hacía intolerable empezábamos a percibir la claridad de su luz cada vez más nitida, hasta que veíamos con absoluta claridad todos los desconchones del hormigón. Justo en ese instante, asomaba la cabeza de la máquina y dos segundos más tarde se precipitaba ante nosotros, dejando al instante el lugar sumido en la oscuridad y el silencio, como si todo hubiera sido una pesadilla. El tren iluminó la pared y siguió tumbado. Después, cuando había doblado el recodo y se acercaba a embestir rodó hacia nosotros y el tren pasó de largo.
-Alucinante, chicos. Esto es mejor que hacerse una paja.
Muchísimo mejor, porque el cosquilleo que sentíamos sobre la espalda al contacto con los raíles vibrando, superaba la intensidad de un orgasmo (uno mío, al menos); en un orgasmo te jugabas la honra, con la máquina nos jugábamos la cabeza. Los primeros en retirarnos éramos alguno de los tres acólitos, en distinto orden, a veces yo rodaba antes o si arriesgaba más de la cuenta rodaba en tercer lugar, el último siempre Claudio, que no abandonaba su puesto antes de encontrarse cara a cara con la máquina. La música de los raíles, tac, tac, tac, el aullido, el ojo de la locomotora, gris, naranja, amarillo, un mar de leche encima de nosotros, gracias, gracias. Fue así como un día en que apuró demasiado, el baño de luz le seccionó las dos piernas y lo dejó para siempre postrado en una silla de ruedas.
Un mazazo terrible. En un mísero segundo todas nuestras espectativas se habían quedado pegadas a la vía. Daba la impresión de que el accidente lo sufrimos los demás porque Claudio no soportaba las muestras de compasión. Se empeñó en que todo siguiera siendo igual. En apariencia la relación sufrió pocos cambios. Ni Marta ni nosotros modificamos nuestro comportamiento, sólo que ahora nos necesitaba para hacerlo todo, aunque sus dotes de mando seguían intactas, como si hubiera decidido sentarse por su propia voluntad sobre una poltrona real que sus vasallos conducíamos. Sustituimos el túnel por la alameda. Empeñado en demostrarnos su valía se tiraba por el puente y nadaba casi como antes, majestuoso en el agua que camuflaba el medio cuerpo que le faltaba, sólo que para hacerlo tenía que levantarlo como se levanta un muñeco de trapo roto. Me negaba a admitir que siendo yo tan insignificante, estuviera en condiciones de hacer con ese muñón cuanto se me antojara. Proseguíamos con los proyectos viajeros, más vehementes y fantásticos cada vez, quizá para compensar a Claudio, quizá porque ahora sabíamos que más alla de la imaginación no necesitabamos rendir cuentas por unos sueños que ya sabíamos irrealizables. Sobre todo fumábamos y bebíamos, e incluso volvimos a ver a madame Acuario y tuvo las agallas de acostarse con ella.
-Para follar se necesita una polla, no dos piernas.
Lo que no pasaba de ser más que la travesura terminal de un chico que apuraba los últimos minutos de su reinado lanzándole un pulso suicida a la vida, lo interpretábamos nosotros como una ejemplar manifestación de su deseo de doblegar el destino. Guiado por el empuje del que sabe que apenas le quedan unos metros para alcanzar la cima, se enfrentaba a todos los retos con un arrojo desconocido, sin dejar traslucir nunca una mueca de hastío. Incluso en el colegio, lejos de desfallecer iba aprobando como lo había hecho hasta entonces. La situación adquirió tal naturalidad que acabamos convenciéndonos de que el accidente no había causado un daño irreversible.
Así llegó el verano en que acabamos COU, traicionero el tren. Fueron dos meses monótonos. Mi padre persevera en su cruzada antigallinas, Beatriz era ya un espectro y los cuatro mosqueteros, con cada bocanada de humo, liberaban de las paredes de su corazón los posos más adheridos de su sangre irredenta. Imperceptiblemente nuestros sueños se iban civilizando y todo cuanto decíamos sonaba a música amarga, a homenaje póstumo hacia unas vidas que protagonizamos en un tiempo que ya había dejado de pertenecernos. Bueno, sí, saldríamos a estudiar fuera, a hacernos mayores, aunque, desde luego, iríamos los cuatro a Madrid, porque los cuatro mosqueteros éramos inmortales. Todos para uno y uno para todos. Las especulaciones sobre las islas vírgenes y las nativas fueron desplazadas por la imaginería más posible de las calles asfaltadas de la capital, los garitos nocturnos y las putas con clase.
El calor fue evaporando toda la energía de Claudio, apenas hablaba y en lugar de empujar su silla ahora nos permitía ayudarle, como si de pronto hubiera asumido su condición de inválido. Sin el impulso de un jefe que ni se movía ni ordenaba, nos limitábamos a recorrer los lugares de nuestras andanzas y a recordar nostálgicamente aventuras pretéritas como ancianos fósiles que ya sólo pueden calentarse azuzando los rescoldos del pasado. Cómo que veinte minutos, anda chaval, ni siete, doce salchichas, de eso nada, me tiré de cabeza, tú sueñas, a bomba, de cabeza, a bomba, tú que sabrás, banqueta, que te folle un pez, no francés, di que te folle un perro, que me quiero reír. Nos diluíamos bajo una cháchara epigonal, intrascencdente en apariencia, pero llena de dolor porque era el notario privilegiado de nuestro desmoronamiento. Intuíamos por primera vez en nuestras vidas que realmente el tiempo pasaba y que aunque no queríamos reconocerlo, sospechábamos que nuestro paraíso tocaba a su fin.
Todo se derrumbó a finales de agosto. El día que comenzaban las fiestas patronales Claudio nos propuso despedirnos también del túnel. Nadie quería volver al lugar de la tragedia, pero no nos atrevimos a contrariarle. Costaba mucho trabajo desplazar las ruedas de la silla sobre la grava. Caminábamos en silencio pegados al muro, ataviados con la camiseta blanca y el pañuelo azul, con la mente puesta en el terrible suceso. Doblamos el recodo y llegamos a la hornacina a tientas, en la más completa oscuridad. Alguien tropezó con una lata de cerveza. En el suelo aún estaba la colchoneta de madame Acuario. Claudio habló por fin.
-¿Qué, cuándo nos vamos a la isla?
-Ya lo hemos hablado, Claudio, es mejor idea irse a Madrid.
-Yo no voy a ir con vosotros.
-Pero qué dices hombre, no te irás a rajar ahora.
-Yo me quedo aquí, esta es mi isla.
-No me seas mariquita, Claudio, sin ti no vamos a ningún sitio.
Lo había sospechado. Su mundo estaba unido al pueblo, había vivido sus sueños. Nada lo retenía ya aquí.
-Yo me quedo –repitió con el tono neutro de un testaferro repartiendo la herencia-. Cásate con Marta, mejor contigo que con otro. Es buena chica, verás como al final te acostumbras a ella.
En la lejanía se oyó el pitido de tren. Me pidió que lo cogiera en brazos y lo dejara en la vía. Le dije que no bromeara para ganar tiempo aunque sabía que lo decía de verdad.
-Te lo pido por favor, Jose.
Miré a los otros buscando auxilio pero temblaban de tal modo que no podían articular palabra. Claudio me miró con unos ojos solícitos de cordero, con los ojos del muchacho asustado que era en ese momento, pero decidido y firme como siempre. Cerre los míos porque era incapaz de soportar las lágrimas, lo cogí en vilo e imaginé que cargaba un saco de arena. Cuando la máquina se aprestaba a asomarse por el recodo, lo deje suavemente atravesado en las vías para no hacerle daño en la espalda. La música de los raíles, tac, tac, tac, el ojo de la locomotora, gris, naranja, amarillo, un mar de leche, gracias.
-Gracias.
No sé por qué entonces tuve le debilidad de mirarlo, la cara iluminada por el destello, ahora con un gesto de gratitud y reposo sobrecogedor. Me guiñó un ojo y me indicó que me alejara con una mano. Retrocedí un par de pasos y en un instante de lucidez pensé que era nuestro deber acompañarle, pero no lo hice, Adolfo y Luis tampoco, sólo él tuvo la gallardía suficiente para darse cuenta de que merece la pena detenerse antes de devenir en un monigote de ese destino que se complace en mimar a los débiles para mofarse luego de ellos. Se trataba del mejor momento de nuestra existencia, la mía ya tampoco ofrecía posibilidades de mejora. Y, sin embargo, no fui capaz de secundarlo, me pudo la tenacidad del cobarde que accede a metamorfosearse en un parásito preocupado seguir respirando a cualquier precioRenunciando a acompañar a Claudio admitía sin saberlo mi condición de polilla, y las polillas solo precisan un foco de luz que les caliente la lombriz que guardan en su barriga.
Regresé al mediodía a casa de mis padres. Comí con ellos y casi sin despedirme el mismo sábado por la noche volvía a Madrid. Deseaba encontrar a Marta para abrazarla, pero no tuve oportunidad de hacerlo hasta la madrugada del domingo. Me sorprendí diciéndole que la necesitaba y me respondió con un beso perfumado de varón.
Ayer por la noche, al ver una polilla orbitando sobre la lámpara, me percaté de cuánto se parecía a mí. Mi padre matando gallinas, Beatriz cultivando sus ojeras, yo cabeceando una bombilla, tres héroes excepcionales en cualquier cuento de Chejov.